¿Qué relación pueden guardar el psicoanálisis freudiano y las joyas Tiffany? Pues una mucho más estrecha de lo que a priori podríais pensar. Dos mujeres, quizá eclipsadas por la fama de sus respectivas familias, unieron con su amistad Austria y Estados Unidos e hicieron de Londres la sede de esa unión. Anna Freud, hija del padre del psicoanálisis, y Dorothy Burlingham, la nieta del fundador de la compañía Tiffany, vivieron unidas cincuenta años, fueron “compañeras de vida” y se merecen como nadie esta edición vintage de “Amigas sin derecho a roce (pero que deberían tenerlo)”.
Anna tenía 29 años y Dorothy 33 cuando se conocieron en Viena. La pequeña de los Freud había empezado a dar sus primeros pasos en el psicoanálisis infantil y había abierto una consulta en la casa familiar, en la misma donde su ya consolidado padre seguía practicando el método terapéutico que él mismo había fundado. Un día, a la puerta de la consulta de Anna llamó la americana Dorothy Burlingham que, tras una vida caótica en el otro lado del charco -había roto lazos con su megalómano padre y se había casado con un estudiante de medicina pudiente, del que acababa de separarse-, quería que la cada vez más famosa psicoanalista tratase a su hijo mayor, cuyo comportamiento había cambiado drásticamente desde que se separase de su marido.
Y desde ese primer día, cincuenta años juntas. Cincuenta años en los que las dos se hicieron con una granjita para que los niños de Dorothy disfrutasen del aire fresco, cincuenta años en los que las dos familias compartieron las casas de verano, cincuenta años en los que la americana se apasionó tanto como su compañera por el psicoanálisis, y cincuenta años en los que la austríaca se enfadaba cada vez que insinuaban que Dorothy y ella eran lesbianas o un “matrimonio bostoniano”. Porque fueron cincuenta años en los que, a pesar de los “claros impulsos de enamoramiento” hacia otras mujeres que Anna había tenido a lo largo de su vida y a pesar de la ambigua relación que la unió a Dorothy, la psicoanalista no dejó de dar charlas públicas en las que aseguraba que la homosexualidad era una enfermedad.
A lo largo de esos cincuenta años, tan solo en dos ocasiones Dorothy no estuvo al lado de Anna, en dos de los momentos más trascendentales de su vida: cuando los nazis, que le habían declarado la guerra al psicoanálisis, irrumpieron en Viena y peligró la seguridad de la familia Freud. Dorothy, que había tenido que internar en un hospital por una tuberculosis, movió a pesar de la distancia todos los hilos del mundo para conseguir que los Freud llegasen sanos y salvos a su exilio en Londres.
Ya reunidas en la capital británica, Dorothy tuvo que decir una vez más adiós a Anna y partir hacia Estados Unidos, donde su hija iba a dar a luz a su primer nieto. Y durante esa separación, la americana volvió a ausentarse en un momento vital para Anna: la muerte de su admiradísimo padre. La casualidad quiso que la separación coincidiese con el estallido más internacional de la guerra, cuando la vuelta a Londres de Dorothy tuvo que dilatarse durante meses por lo complicado que era conseguir los permisos para pasar de un continente a otro, y tuvieron que mantenerse en contacto a través de telegramas y cartas que podían tardar una eternidad en llegar. Cartas en las que Dorothy decía cosas como:
Quería llamarte por teléfono hoy, pero es imposible, solo para uso gubernamental. Quería hablar contigo, escuchar tu voz, decirte que solo espero el día en que pueda compartir tu vida otra vez*
Cuando Anna y Dorothy pudieron volver a encontrarse en Londres, ya no se separarían, y le dedicarían su vida conjunta al psicoanálisis infantil, creando durante la guerra las guarderías Hampstead –donde les daban cobijo, comida y amor a los niños afectados por el conflicto– y más tarde centros para formar a psicoanalistas infantiles. Dorothy acabaría trasladándose a la casa familiar de los Freud en Londres, el número 20 de Maresfield Gardens, donde las dos vivirían los últimos años de sus vidas.
Dorothy moriría en 1979, a los 88 años, y tres años después lo haría Anna. De las cartas que se intercambiaron a lo largo de sus vidas, tan solo se conserva una parte de la correspondencia de Dorothy a Anna; del resto no se sabe nada, y muy posiblemente jamás se podrá recuperar. Las dos se llevaron a la tumba las intimidades de una relación compleja, de dos mujeres sin derecho a roce que nunca sabremos si lo tuvieron, o si, si les hubiese tocado vivir en otros tiempos, pudieron haber llegado a tenerlo. El secreto descansa con ellas en el cementerio Golders Green de Londres, en el panteón de la familia Freud. Dorothy Burlingham es la única persona que no pertenecía oficialmente al clan austríaco que descansa en ese mausoleo. Y la urna con sus cenizas está justo al lado de la urna de Anna Freud.
*Hemos sacado la información para este artículo del libro “Fresas silvestres para Miss Freud”, y os lo recomendamos leer si queréis indagar más en la vida de la “desconocida” Anna Freud y saber más de su relación con Dorothy Burlingham.