A Tomboy llegué de casualidad. No porque hubiera oído hablar de la película —lo reconozco, ni me sonaba—, sino porque hay días en los que me paso la vida rebuscando entre títulos y títulos algo bueno que ver. Curiosamente, tropecé con ella tras quedar espantada por uno de esos infumables drama-bollo que te tragas solo porque sabes que hay una pareja croqueta, aunque en el fondo sepas que será una mierda porque nunca habías oído hablar de ella. El bodrio lésbico me duró algo más de 40 minutos, y eso que yo soy de las que tienen aguante, pero os juro que esta era tan mala que no fui capaz de seguirla. Aun así, hoy le agradezco el mal trago que me hizo pasar porque gracias al cabreo que me provocó caí en Tomboy y… wow.
Menuda sorpresa.
Tomboy es la historia una niña, Laure, que se hace pasar por un chico llamado Michaël con sus nuevos amigos. En pleno verano, a pocas semanas de que empiece el curso escolar, su familia se instala a las afueras de París y Laure aprovechará esta circunstancia para ir en busca de su propia identidad.
Estoy muy de acuerdo con los que dicen que esta película no habla solo de sexualidad, sino sobre todo de identidad. En Tomboy vemos la historia de una niña encerrada en un cuerpo que ella percibe como ajeno, extraño, y su lucha por defender quien ella es realmente. Porque, al final, la vida es lo que tiene: uno debería ser lo que se siente, no lo que dice al pie de la letra nuestro carnet de identidad.
Es, en definitiva, una historia extremadamente compleja planteada con una sencillez engañosa. Sutil, perfecta, emocionante y con una capacidad brutal para hacer descarrilar a las mentes más cerradas. Tomboy no te deja indiferente cuando la acabas, te deja pensando. “Una película hecha por adultos, para adultos, sobre niños”. Hay que verla.
@unachicademarte