Si tengo que ser honesta, y lo debo ser, he de decir que no sigo The Fosters con una atención desmesurada. Veo algún episodio suelto, alguna trama concreta que leo por ahí que está bien, y los finales de temporada. Poco más. ¿Y por qué esto? Pues porque no pasa nada que no hayamos visto en alguna otra serie de corte familiar, como Parenthood, pero aquí ni hay funerarias como en A dos metros bajo tierra, ni son mafiosos con problemas como Los Soprano. Es solo una familia normal con problemas normales, incluso hasta aburridos. Pero, oh, wait, el matrimonio vertebrador de toda la trama está formado por dos mujeres. ¿Cambia esto algo, entonces?
A nivel narrativo, no cambia nada. Pero eso convierte a The Fosters en, literalmente, la serie más revolucionaria de la televisión. No tenemos otra en la que una relación entre dos mujeres se muestre con una normalidad tan pasmosa como esta. Normalmente las series nos cuentan o bien historias que se salen un poco de lo cotidiano, o que se desarrollan en ambientes que no son habituales, como por ejemplo la historia de amor entre Alex y Piper en Orange is the New Black. Es una relación normal y corriente entre dos chicas, y es el elemento de la prisión lo que lo hace tan genuino. Pero, en The Fosters, es todo tan sumamente normal y reconocible que es imposible que cualquier espectador no se sienta identificado con alguna de las historias que cuentan.
Uno de los elementos que, a veces, utilizan los detractores de los gays y lesbianas, o del matrimonio, o del estilo de vida homosexual (cuando dicen esto me entra mucha risa), o de… en fin, ya sabéis, es que no es normal. No es lo normal, es raro, es diferente. Esta serie es un jarro de agua fría directamente en su cara. El matrimonio de Lena y Stef no es perfecto, a veces fallan como madres, toman decisiones erróneas, discuten, echan la bronca a sus hijos cuando se lo merecen… Lo que haría cualquier persona que esté viendo la tele en ese momento.
Incluso, como vimos en el episodio de esta semana, tienen problemas en la cama. Yo no recuerdo, quitando la trama aquella absurda de The L word en la que Tina y Bette iban a un terapeuta, ninguna pareja lésbica en televisión a la que le pase. Todas tienen un sexo espectacular, de echar cohetes, o, directamente, no hacen el amor porque llevan mil años juntas. Que no digo que ni una cosa ni otra no pase en la vida real, pero hay otras mil posibilidades más que no suelen explicarse. Lena y Stef, como cualquier matrimonio en su cuarentena, y con diez años a sus espaldas, están esperando que se vayan sus hijos de casa para, por fin, poder hacer el amor. Y resulta que llevan tanto tiempo sin hacerlo, y la presión es tanta, que ninguna de las dos consigue tener un orgasmo.
Que se hable ya no de los orgasmos, sino de la falta de ellos, en una pareja de mujeres, mientras todavía están las dos desnudas en la cama, mientras se abrazan, mientras se besan, es una situación completamente inédita en televisión. No hay lesbianas muertas, no hay lesbianas a las que le cortan la pierna, no hay lesbianas que se acuestan con hombres de repente. Hay un matrimonio con problemas, y que en vez de engañar a su pareja, habla con ella. Es tan… tan cotidiano, tan refrescante, tan poco visto, que me dan ganas de levantarme del sofá y aplaudir las 87 veces que voy a ver la escena.
Decía Emma en un artículo, no recuerdo cual, que muchas veces los homosexuales tenemos la obligación moral ya no de ser iguales que los heterosexuales. No. Nosotros teníamos que demostrar que somos mejores. Mejores profesionales, mejores padres y madres, mejores personas, porque si no, siempre utilizarían el argumento de nuestra orientación sexual contra nosotros. Esto, con lo que estoy muy de acuerdo, en The Fosters no funciona así: Llega un momento que olvidas que Lena y Stef son dos mujeres, y comienzas a verlas, simplemente, como las que ponen orden en ese universo lleno de niños y adolescentes que es The Fosters, como una parte más del puzzle. Y eso, amigas, es revolucionario.