Tengo la inmensísima suerte de tener dos amigas con las que somos inseparables. No siempre nos interesan los mismos temas, no siempre estamos de acuerdo, pero tenemos la fortuna de poder decir delante de las otras lo que nos de la gana, y la confianza para intentar hacernos mejores en base a lo que nos contamos. A ninguna de las dos les gustan las chicas, y es por eso que la cultura LGBT, ese poso común que todos tenemos, les es todo lo ajeno que le puede ser a alguien que tenga amigos LGBT, pero no lo sea él mismo. O sea, que sí, pero no. Son sensibles, pero en realidad ni saben quién es Shane, ni les interesa. Por ejemplo.
Hace un par de meses nos fuimos de festival. A la mañana siguiente, en la habitación del hotel, terminamos hablando de unas futuras vacaciones soñadas, y en algún momento alguna de las dos nombró Rusia. Yo, por supuesto, torcí el morro, porque soy consciente de que Rusia es probablemente uno de los peores países para que una lesbiana vaya de vacaciones, y una de mis amigas me dijo: “Con tal de que no vayas ligando con rusas, podemos ir”.
Este mismo pensamiento lo he tenido muchas veces con otros países, lugares en los que ni siquiera he estado, pero a los que se me han quitado las ganas de ir. Y ya no ir en pareja, sino simplemente pisar, aún perdiéndome cosas realmente notables, por las políticas que tienen. Leyes discriminatorias, incluso peligrosas y dañinas, que muchísima gente ni se plantea. No se lo plantean las parejas heterosexuales, pero tampoco las personas heterosexuales. Y ya si hablamos de hombres, mucho menos. Dos hombres no viajan solos, sorprendentemente dos mujeres, sí.
Por más que crezco, nunca deja de sorprenderme ese privilegio inconsciente, ese sentimiento de que no pasa nada (malo) mientras no hagas nada (malo). Será porque yo tengo interiorizado que no depende de mis acciones, sino de mi misma, de lo que soy. Que eso es por lo que, para algunos, no soy igual que otros, sino peor. Eso es lo más difícil de explicar, porque también es lo más difícil de entender.