Annemarie Schwarzenbach vive en la mejor época en la que, probablemente, habría podido vivir: los años de entreguerras, llenos de alegría y faltos de prejuicios. Nació en Zurich el 23 de mayo de 1908. Hija de una familia rica, vive una infancia y adolescencia marcada por la presencia posesiva y engorrosa de su madre, con quien siempre vivirá una relación de amor y repulsión. Su salud es frágil, pero esto no le impidió desarrollar una personalidad fuerte. En 1927 se doctora en Filosofía y en 1930 publica su primera novela, Los amigos de Bernhardt, donde reflexiona sobre los valores vacíos de la clase burguesa, un grupo de gente llenos de nada.
Se siente cómoda en Berlín. La vida cultural de la ciudad bulle como nunca y se hace amiga de Erika y de su hermano Klaus, hijos del escritor Thomas Mann. Poco a poco se va enamorando de ella, aunque Erika jamás le correspondió. En marzo de 1933 el partido Nazi gana las elecciones, y el Berlín que ella conoció termina para siempre. Decide entonces viajar a España con la fotógrafa Marianne Breslauer, que realiza una serie de fotos de Girona, Barcelona, Sant Cugat, Montserrat, los Pirineos, Pamplona, San Sebastián y Andorra que no podrá ver la luz por el origen judío de la autora.
Annemarie se convierte en reportera de varios periódicos, y mientras Einstein llega a Estados Unidos para huir de los Nazis, ella se sube en la estación de Ginebra al Orient-Express con destino Estambul, desde donde partiría a Siria, Palestina, Iraq y Persia. En ese viaje enfermó, tomó drogas, y frecuentó a las prostitutas de los barrios más sórdidos de oriente. En ese tiempo desarrolló el gusto por la arqueología, y de esa estancia saldrá el libro Invierno en Oriente Próximo.
A su vuelta, la situación en Alemania es ya insostenible. Al ser ciudadana helvética, le sugiere a su amigo Klaus Mann que se case con ella, para de este modo obtener pasaporte suizo y poder salir de ahí. Finalmente, en 1935, ella misma se casaría en Teherán con Claude Clarac, un diplomático francés homosexual, con la intención de obtener un pasaporte francés. Pero en Teherán también conoció a Yalé, la hija del embajador de Turquía, y cuyo romance inspiraría Muerte en Persia, considerado el libro esencial de Schwarzenbach.
Para entonces, su adicción a la morfina es algo evidente para todos los que la conocen, pero eso no evita, o quizá la empuja todavía más, a embarcarse en un viaje en coche junto a la escritora suiza Ella Maillart, a quién ha conocido pocos días antes, con dirección Afganistán. Ella es miembro del equipo olímpico suizo de vela en 1924 y del equipo nacional de ski, y una vez que volvieron de ese viaje no volvieron a verse jamás, aunque siguieron escribiéndose hasta la muerte de Schwarzenbach.
El próximo destino de la escritora fueron los Estados Unidos, para encontrarse con los Mann. No fue sola. La acompañaba una nueva amante, la multimillonaria Margot von Opel, heredera del imperio automovilístico, y junto al marido de esta vivieron en el Hotel Plaza de Nueva York. Erika Mann se cansó de Estados Unidos y decidió instalarse en Londres para ayudar al bando aliado en la II Guerra Mundial. Ya nada la ataba de verdad a Nueva York. Ni siquiera la joven escritora Carson McCullers, que se enamoró de ella y le dedicó una de sus novelas más conocidas: Reflejos de un ojo dorado
El Congo Belga, Lisboa, Tetuán… Finalmente, después de muchas recaídas y varios ingresos en instituciones mentales, Annemarie volvió a casa. El 7 de septiembre de 1942, en Engadin, su bicicleta tropezó con una piedra, ella cayó, y sufrió una lesión grave en la cabeza. Perdió la memoria y el habla. Y falleció el 15 de noviembre de 1942. Tenía 34 años. Su madre intentó destruir todas sus cartas y diarios, pero alguien salvó algunos documentos de la quema, que se conservan en los Archivos Literarios de Suiza en Berna. Annemarie fue extraordinariamente prolífica: además de sus libros, entre 1933 y 1942, produjo 365 artículos y 50 reportajes fotográficos para periódicos y revistas suizos, alemanes y estadounidenses.
Thomas Mann, cuando la conoció, dijo de ella: “Es un bello ángel devastado”. Esta sentencia, con el tiempo, se revelaría una verdad absoluta.