Hoy hace exactamente un mes que empezó la odisea más asombrosa de mi vida: hace justo treinta días visité al médico para pedirle unas analíticas rutinarias.
—No puedo hacerte las analíticas —me dijo.
—Pero es que me voy a quedar embarazada y…
—Y yo me jubilo.
Mi cara fue un poema, me faltó llorar. Tengo que confesar que en un primer momento pensaba que bromeaba. Pronto me di cuenta de que no, lo decía en serio. Me conoce desde que era una niña y supongo que interpretó mi expresión. No sé si sentí rabia, miedo, ganas de pegarle, de marcharme o de gritar. Quizá fue un poco de todo. El caso es que finalmente me las mandó. Supongo que pudo ver mis emociones a través de mi mirada.
Entre malos gestos y murmullos incomprensibles creí entender los motivos que le impulsaban a desestimar mi solicitud: por lo visto, el señor albergaba algún tipo de contrariedad por mi condición sexual.
Yo guardaba silencio mientras él tecleaba y seguía emitiendo gruñidos, cual cavernícola prehistórico. Cuando imprimió los documentos necesarios hizo un movimiento para entregármelos y yo alargué la mano para recogerlos. Cuando casi podía rozarlos con mis dedos retiró su brazo, sosteniendo todavía la solicitud de las pruebas. Mirándome fijamente dijo:
—¿Y quién hará de papá? —el tono que utilizó fue sarcástico, horrible y repulsivo.
Ya estamos otra vez
En momentos como esos añoro ser una súper “héroe/heroína”, levantarme de mi pasividad y asestar una patada en las partes blandas a este tipo de personas. Estuve a punto de hacerlo, lo prometo, pero me controlé a tiempo. Bueno, el nudo en la garganta jugó un papel importante en mi decisión. Con la lágrima asomando peligrosamente a través de mis pestañas tragué saliva, respiré hondo y le pregunté:
—¿Qué le mueve a hacer esta pregunta?
Le pilló por sorpresa, seguro que esperaba cualquier otro tipo de reacción por mi parte, a lo mejor no esperaba nada, no lo sé. Pero su gesto cambió, de un socarrón prepotente, sus facciones se tornaron azuladas, para dar paso, poco a poco al desasosiego incómodo de sus pupilas.
Ante su silencio me crecí, y hasta qué punto. Esta vez me puse de pie, arranqué de sus manos las hojas repletas de cuadritos imposibles de entender por una mente de letras como la mía, y clavé mis pies contra el suelo (en un intento por conservar el poco equilibrio que me quedaba. Luchaba contra los nervios).
—¿Qué es lo que le mueve a hacerme esa pregunta, doctor? —repetí.
Él volvió a no contestar y entonces todo se desbordó. Continué con mi intervención, ya no había marcha atrás:
—¿Acaso le pregunto yo? ¿Acaso, en todos los años que nos conocemos me he mostrado interesada en saber quién, señor doctor, hace de papá en su casa? El motivo de que no le haya hecho esa pregunta es muy sencillo: me importa un comino si es usted papá o mamá, me importa un bledo (si le gusta más la expresión) saber si está casado con un hombre o con una mujer. No tengo el menor interés en indagar sobre una vida, la suya, que no me afecta más que en lo estrictamente médico. No tengo ningún afán por saber de usted más allá de estas cuatro paredes. Yo, señor doctor, tengo una vida fuera, siento mucho si usted no la tiene.
Tras la última palabra, guardé los documentos en mi agenda y me dirigí a la puerta. Tomé el pomo para abrir y marcharme de allí con la cabeza alta, pero en el último momento tuve que girarme. Allí seguía el médico, pálido, envejecido y con más ojeras que nunca. Deshice los pasos y volví a colocarme frente a él. Apoyé las palmas sobre su mesa y le dije:
—Como ya sabe, mi hijo tendrá dos mamás, una seré yo y la otra, mi mujer, por si le quedaba alguna duda. Si a usted le cabe “el papá” en algún sitio, lo coloca justo ahí, donde le quepa.
Creo que el médico ya puede jubilarse tranquilo, al final contesté a su pregunta.