
Durante la primera temporada veíamos como Sara (Ana Polvorosa) y Carlota (Ana Fernández) iniciaban una historia de amor, primero ellas solas, para que después se uniera Miguel (Borja Luna), mostrándonos una relación poliamorosa que llevaban con cierta naturalidad. Pero en los últimos episodios esta relación ha ido navegando hacia dos historias paralelas pero, cada una de ellas, bien diferenciada de la otra. Una tiene como protagonista a Sara, mientras que en la otra es Miguel quien crea el conflicto.


También comprendo que es atrevido marcharnos a una época en la que la visibilidad LGBT, y sobre todo de las personas trans, era mucho más limitada que en la actualidad, y conseguir contarlo con cierta gracia. No obstante, el guión sale airoso en la mayoría de ocasiones, mostrando imágenes de clínicas para personas LGBT de la época, y haciendo referencia a Berlín como cuna de la libertad.
Pero lo que no puedo comprar, y mira que lo he intentado, es el desarrollo en sí del personaje. En la serie, Sara se acuerda, literalmente, de que es un hombre cuando se viste como tal. Y de la noche a la mañana, en 1929 y con cero referentes, busca un médico, lo encuentra, y cree que va a salir de ese hospital habiéndose sometido a una cirugía. Hoy, en 2018, no vas tan rápido ni al dentista.
En la primera temporada vemos a Sara frecuentar círculos feministas, y hablando sobre todo de la liberación de la mujer. En los últimos dos minutos, cuando se mira en el espejo, se reconoce como hombre. No hay ninguna evolución del personaje, y pese a tener una de las tramas más interesantes de la segunda temporada, porque es la más alejada de las historias de amor que pueblan el Palacio de comunicaciones, no se le saca todo el jugo que podría. Es una historia a medio gas, un buen intento que, seguramente, a muchos les resultará excelente, pero decepcionará a otros tanto, quizá los más acostumbrados a ver historias así en cine y televisión.

