Cuando era pequeña, me obsesionaba la idea de la vida que iba a tener cuando creciera. Me veía escribiendo, como me he imaginado siempre. Me veía viviendo cerca de mis padres y mis amigos. Me veía siendo madre. Y, aunque ya empezaba a saber que me gustaban las chicas, no había una pareja en el panorama, ni falta que hacía.
Con el tiempo, la vida ha discurrido más o menos por los cauces que había pensado, aunque algunas cosas se han dificultado un poco. Como la cigüeña no venía de París, al final, y después de unas relaciones que terminaron, precisamente, por la reticencia de mis parejas a tener descendencia, tuve que acercarme yo a pedir consejo a una clínica especializada. Yo sabía que mi ventana de fertilidad no iba a ser eterna y en esta vida hay que tomar decisiones por una misma.
Ser madre me ha cambiado la vida, y han sido muchas, muchísimas las veces que he echado de menos tener ya no una pareja, sino alguien que me echara una mano con la crianza. Es duro, no os voy a engañar. He llorado de pura desesperación (y de falta de sueño). Pero tiene un lado bueno tan enorme, que todo queda atrás.
Por supuesto, mi vida amorosa ha cambiado, ha cambiado muchísimo. Además de la logística, que ya os imaginaréis lo complicada que puede ser, noté una barrera que antes no estaba. Ya no era una mujer soltera en busca de alguien medianamente interesante: ahora era una mujer soltera con una niña, lo que equivale muchas veces, para mi sorpresa, a llevar un neón en la frente que dice “No”. He visto caras que no creeríais al pronunciar las palabras “Tengo una niña”.
Y cuando me visto de la activista que hay en mí, no puedo dejar de pensar tampoco en todas las ocasiones en las que han dado por supuesto que mi hija tenía un padre, o cuando aclaras que no, imaginan un padre ausente. Yo no dejo de ser LGBT, no dejo de ser lesbiana, porque no haya una pareja en el cuadro, ni porque haya sido madre. Somos una familia, las dos juntas, y una familia orgullosa de ser como es.
V.-