La cuestión es que era Leia. No el sosaina incestuoso, no el chulito de las galaxias, no, ¡por supuesto!, Chewbacca (pero que, vamos, si a alguna le van los wookiees peludos de más de dos metros, adelante. Ya se sabe, el corazón, o es ciego o un cabrón de tomo y lomo). Y, ¡oh, amigas!, allí estaba yo, en el cine, a mis nueve añitos, dopada hasta el cráneo por una sobredosis de chuches y palomitas, cayendo rendida a los pies de una señora con un arreglo capilar que ríete tú de los de Eduardo Manostijeras (en fin, no sé, tal vez fue algún tipo de asociación emotivo-subliminal. Como ella y la Dama de Elche compartían estilismo…).
Como sea, la cuestión es que era en Leia en quien me fijaba. Leia la que me hacía rebotar el corazón, la que aumentaba de forma alarmante mi producción de baba, por la que fundía la paga semanal en cromos de La guerra de las galaxias [inciso: La ÚNICA y VERDADERA, no ese bodrio que se sacó el Señor Sin Barbilla (aka George Lucas) años después] y por quien tenía sueños (extrañísimos) de ensaimadas galácticas con forma de Halcón Milenario.
Pero, claro, fíjate tú que después iba una al cole toda entusiasmada por compartir sus cinéfilas pasiones (only románticas. A ver, que tenía nueve añitos) y constataba, consternada, que en quienes mis amigas se fijaban, por quienes tenían arritmias, babeaban y se gastaban los diez duros de la paga era… ¡por el sosaina y el chulito! (María Engraciación —a la que todas llamábamos laEngra, para abreviar— era la única outsider del patio aparte de servidora, porque ya me fijaba yo que se quedaba con todos los cromos que nos salían de Chewbacca a cambio de los suyos del soso, el chulo y la mujer ensaimada. Ya le perdí yo la pista a la Engra al acabar el cole, qué pena, porque mira que me habría gustado saber —mucho— qué fue de ella. No sé, por aquello de quedarme con las ganas de certificar si lo de su corazón fue ceguera o una cabronada en toda regla).
Total, que Leia fue la primera, pero nunca la última. Después de ella llegaron otras, como la señora Sherwood (la profesora de literatura de la serie Fama), Sabrina Duncan (una de Los ángeles de Charlie. Había una vez tres muchachitas que fueron a la academia de policía… Era escuchar esto y ponerme toa burra, madre) o la coronel Wilma Deering (de la serie Buck Rogers en el siglo XXV. ¡Bidi-bidi-bidi!). Y todas ellas me alteraban los ritmos cardíacos, la producción de baba y la economía doméstica (¡la de tráfico de cromos que habré movido yo en aquella época!).
Y fue por ahí, mira tú por dónde, que empecé a darme cuenta de que lo mío no era, digámoslo así, “estadísticamente corriente”. Vamos, que los números apuntaban, por abrumadora mayoría, a las filias sosaineras y chulerísticas (en lo de la Engra no entro. Ante todo, respeto a la diversidad afectiva, faltaría más). Y que no era nada habitual eso de sufrir episódicos ataques de ansiedad por señoras catódicas, como aquel provocado por un capítulo de Los ángeles de Charlie en los que se fingía la muerte de mi amadísima (y denominación de origen de la mayor parte de mi producción babosera entre 5º y 8º de EGB) “ángel” Sabrina.
Y así, con el tiempo, ya me empezaba yo a preguntar cosas como que por qué no había más amigas a las que les gustara lo mismo que a mí. Por qué no bebían los vientos por la señora de las ensaimadas en la cabeza. Por qué, por ejemplo, se rasgaban las vestiduras por Leif Garrett y no por Gemma, la ficha verde de Parchís (sí, a mí me iba esta, no la amarilla. Ea). Y así, claro, se le fue configurando a una un interior de recelo, clandestinidad, silencios y disimulos. Porque ya veía servidora que la cara que se le ponía al personal cuando el chorrete de baba surgía por Bonnie, la mecánica de KITT (“El coche fantástico”) y no por el (ejem) ¿guaperas? del personaje de David Hasselhoff, pues que apuntaba a dedo índice acusador. Y así, por si las moscas, una empezó a hablar bajito, tan bajito, que al final nadie le escuchó (hasta que se hizo mayor y, para contrarrestar, se puso a dar gritos a diestro y siniestro. Hala).
Y, ahora, ¡qué maravilla!, señoras catódicas por las que babear sin pudor (llegan a emitir The L Word en mi época y combustiono. Literalmente), foros enteros dedicados a ellas, filias proclamadas a voz en grito, personajes y tramas bollo en series generalistas… ¡El paraíso para un corazón UHF!
Y es que no veáis lo que jodía tener que disimular (“Huy, sí, qué mono, Sonny Crockett”. Y una babeando por Gina Calabrese, claro). Pero la heteronorma se acataba, vaya que sí, sobre todo si tenías nueve años y no entendías nada (después sí, con el tiempo. ¡Y tanto que entendí!). Y si queréis poneros en mi lugar (sé que las referencias televisivas os sonarán a muchas a épocas antediluvianas. Oh, sí, hay gente que nació antes de la aparición del Whatsapp, aunque no os lo creáis), pues sería como si intentarais hablar con vuestras amigas de Rizzoli y ellas solo tuvieran oídos para, por ejemplo, Frankie. ¿Olivia Dunham? Ni caso. Tus amigotas, ¡hala!, dándolo todo por Peter Bishop. Que, «Oye, ¿habéis visto a la prota de la serie Xena, la princesa guerrera?». Y ellas, que si Joxer El Poderoso por acá, que si Joxer El Poderoso por allá (vale, esto ha sido cruel, lo reconozco). Y así, hasta el infinito y más allá.
Y, en fin, que sí que puede parecer una pena no haber podido compartir con mis amigas de patio filias sentimentales por señoras con ensaimadas en la cabeza (y otras cosas del querer) pero, mirad, no hay mal que por bien no venga: nacer antes me permitió crecer, catódicamente hablando, con La bola de cristal y NO con Leticia Sabater.
¡Toma ya! (Zoom, zoom, culombio, culombio. Zoom, zoom y me pego un voltio).
Lee aquí otras columnas de La Pluma y La Espuma, escritas por Clara Asunción García.