No sé si os habéis percatado de que últimamente estoy siendo incluso más desastrosa de lo habitual: Todas mis entradas van tarde (esta incluida :D), no contesto los comentarios (¡antes lo hacía tarde pero al menos lo hacía!) y en general es todo un auténtico caos. (¡Desde aquí un beso para Emma y Marca! ¡Que Dios os lo pague!)
El caso es que esto tiene una explicación. Y no me refiero únicamente a que yo sea lo peor (que también.)
Tengo que confesar algo: ESTOY DE MUDANZA.
Me gusta decirlo así, a modo de confesión. Rollo “intervention” y rollo AA.
Al principio me daba vergüenza reconocer que lo estaba pasando mal con el proceso y lo mucho que me estaba costando adaptarme, pero rápidamente me di cuenta de que esto es un mal epidémico y que todo el mundo odia las mudanzas. “No es tan raro”, diréis. “Todo el mundo ha pasado por esto” “Supéralo, Ri, no es para tanto.”
Y tendréis razón. Pero yo me he ido a vivir con una hetero.(A mí me gusta hablar de las heteros como quien habla de animales mitológicos, pues ya sabemos todas que están en peligro de extinción y ahora mismo no hay más que lesbianas everywhere.) Y no me he ido con una hetero cualquiera. Me he ido a vivir con la hetero más hetero sobre la faz de la tierra.
Mi función en las visitas a Ikea es básicamente la de cargar (la mía y la de la pobre Srta. Lawliet, cuyo coche nos ahorró innumerables viajes y agujetas.)
Pero mi función no se limita a la de ser la mula de carga, no, una vez llego a casa me toca ponerme a montar los muebles y dar instrucciones a mi novia y mi compañera de piso (yo siempre he pensado que sería una capataz genial. A veces también pienso que me he equivocado de especialidad y tendría que haber sido cirujana: me encanta dar órdenes y se me da genial; modestia aparte.)
Yo he intentado no intervenir y dejar que lo hagan solas, pero la última vez que hice eso mi compañera de piso montó parte de la cama al revés y hubo que desmontarla y volverla a montar. (Briconsejo: SEGUID LAS PUTAS INSTRUCCIONES DE IKEA PARA EVITAR SITUACIONES COMO ESTA.) Doy gracias a mi padre desde aquí por su maravillosa caja de herramientas y sus preciosos destornilladores y, sobre todas las cosas, doy gracias a mi padre, a Dios, a la Virgen y a quien haga falta por esa maravilla de la Creación y la Tecnología (así con mayúsculas) que es EL ATORNILLADOR ELÉCTRICO.
No sé muy bien qué opinar de esto, la verdad; porque lo peor es que ME ENCANTA.
Mi compañera de piso propone que yo arregle las sillas mientras ella limpia y a mí me parece MARAVILLOSO. Y ahí estoy yo, con mis trapos, mis destornilladores, mi lija, mis brochas… feliz como un regaliz. ¿Es esto normal?
Es que yo creo que esto ya es patológico, porque el otro día cuando me tocó a mí hablar con el tío de la instalación de Internet por que era la única que le entendía cuando hablaba de rosetas e historias estaba hasta contenta (otro día hablaremos de las instalaciones de Internet, porque eso sí que es odio de verdad, con la llama de mi odio podría iluminarse un continente entero, no os digo más.)
Os confieso que me está dando un poco de vergüenza este post, pero ahora no me da tiempo a escribir otro.
Y ya que estamos hoy de confesiones, os confesaré que… esta no es la primera vez que esto me pasa: En mi piso anterior siempre me tocaba arreglar cosas.
Me estoy haciendo un currículo de “arregladora de cosas” que flipas. Cisternas, teles, ordenadores, mesas, lámparas, sillas…
Vamos, que mi compañera de piso está encantadísima de haberse ido a vivir con una bollera y yo odio que me toque encargarme siempre del bricolaje ¡Y QUE ENCIMA ME GUSTE!