Pero, mirad, estoy cabreada (no con ellxs, por supuesto). Estoy cabreada hoy, ya ciudadana de pleno derecho, y lo estaba antes de alcanzar ese estatus, cuando hasta hace diez años lo era de segunda categoría, en un país teóricamente avanzado. ¿Y por qué sigues cabreada?, preguntaréis. Os lo explico: como bien sabréis ya a estas alturas, se ha aprobado el matrimonio igualitario en EEUU. Y sí, claro, es para alegrarse, cómo no. ¡Fíjate, que en el (supuesto) país de las libertades se haya alcanzado semejante igualdad! ¡Woah!, ¿no? WOAH. Enhorabuena, norteamericanxs, por salir del listado de países señalados por falta de derechos. Desde el país que os lleva una década de ventaja en ello (y que estoy segura de que ni la mitad de la de mitad de vosotrxs sabría localizar en un mapamundi) os felicito. ¡Ya sois todxs iguales ante la ley! Es para celebrarlo, cierto. Y me alegro por vosotrxs, por supuesto. De corazón.
Pero es que, a la vez, no puedo evitar sentir cierto cabreo, el mismo cabreo que todavía hoy, diez años después de conseguir la plena igualdad, no me abandona. El mismo que sentí hace un mes cuando Irlanda aprobó en una consulta popular igual cuestión. Porque, atentxs, resulta que le preguntaron a lxs irlandesxs qué pensaban del hecho de que sus conciudadanxs (esas y esos que son exactamente como ellxs) tuvieran sus mismos derechos. Y comprendo que el referéndum venía por la parte de reforma de la Constitución (¡aleluya, un país que pregunta a su pueblo por el contenido de la Carta Magna que va a regir sus destinos! Esa película, fíjate, no la he visto todavía yo subtitulada en español), pero no, no. Esa no es la cuestión. La cuestión es si se les habría ocurrido preguntar en ese plebiscito, por ejemplo, si les parecía bien que no se les cortara el cuello a los niños por no tomarse la leche del desayuno. Por ejemplo, vamos. De cajón que la reacción sería llevarse las manos a la cabeza. ¡¿Cómo preguntáis eso?! ¡Pues claro que no hay que hacerlo! ¡No hace falta ni que lo preguntéis!
Bien, pues yo pienso que tampoco debería haber hecho falta ese referéndum. Es más, me parece un agravio. Si la pregunta hubiese sido: “¿Está usted de acuerdo en que todxs lxs irlandesxs tengan los mismos derechos?”, ¿qué otra respuesta podría haber a semejante pregunta sino la de “Pues claro que lo estoy, coño”? ¿Por qué tendría que alegrarme por el hecho de que se “pida permiso” para otorgar derechos igualitarios a esa parte de la población que debería tenerlos por el simple hecho de pertenecer, precisamente, a esa población? Eso no se pregunta, señorxs, se hace.
Y sí, que sí, que ole por cada pulgada de camino que se avanza, sea como sea. Pero a eso voy, esta es la explicación a mi cabreo: ¿qué es eso de que tenga que estar dando las gracias porque se me “concedan” los mismos derechos de los que disfruta el resto de la ciudadanía de mi país, y que lo hace por el simple hecho de haber nacido en él, un país (supuestamente) democrático? ¿Por qué debería dar las gracias por reparar una sangrante injusticia? ¿Agradecer que hagan lo que tienen que hacer, lo que es justo, racional y lógico? ¿Dónde se ha visto eso? Es lo que tienen que hacer, y punto.
Gracias, sí, infinitas, ya lo he dicho, y nunca dejaré de darlas, a quienes se partieron el pecho para conseguirlo, a quienes en ocasiones se expusieron al escarnio público mientras lxs demás estábamos sentadxs en el salón de nuestras casas. Y, sí, pienso en Pedro Zerolo, su máximo exponente, a quien siempre le agradeceré que luchara por mí, por mi mujer, por todxs mis amigxs gays, y lesbianas, y trans, y cuya pérdida jamás seremos capaces de calibrar en toda su magnitud, porque estoy segura de que, de seguir entre nosotrxs, habría hecho mucho más, y más lejos, y mejor. Gracias, Pedro, y gracias a todxs lxs que estuvisteis, estáis y estaréis al frente de la lucha igualitaria.
Mi cabreo no va por nuestrxs luchadorxs, sino por el hecho de que lxs necesitemos. No va por quienes luchan, sino por quienes se oponen, por quienes miran hacia otro lado, por quienes no hacen, ni dicen, o impiden por acción u omisión. Va porque haya que luchar por conseguir unos derechos que nadie tendría que “otorgarnos”, por la sencilla cuestión de que tendrían que ser nuestros porque sí, porque de ese modo es como los han obtenido el resto de nuestrxs conciudadanxs, simplemente por nacer y vivir en el mismo país. Y me remonto a ese momento, hace diez años, cuando en España se consiguió la extensión de plenos derechos a toda la ciudadanía, y vuelven a mi cabeza los mismos pensamientos de entonces: Ah, pues vaya. Gracias, majos, qué detalle por vuestra parte, sacarme de la lista de ciudadanxs de segunda categoría. ¡Claro, mujer!, me dije, dándome una palmada en la frente. Te han concedido ese derecho porque por fin has demostrado que te lo merecías. A ver, hagamos recuento: dejaste de asesinar niñxs, de maltratar y violar a mujeres, de apropiarte del erario público, de detonar bombas biológicas en centros comerciales (qué feo estuvo eso, oye) y, en definitiva, demostraste al resto de tus conciudadanxs que (oye, qué maja tú) no ibas a usar el derecho a casarte para dinamitar los fundamentos de la sacrosanta civilización.
¡Por favor, que hasta el más sinvergüenza de lxs heterosexualxs, hasta hace una década, tenía más derechos que yo, que ni he robado, ni malversado, traficado, violado o asesinado!
Y, sí, estoy feliz cuando surgen noticias como la de EEUU, como la de Irlanda. Y lo estaré con todas y cada una de aquellas que impliquen la reparación de una injusticia. Pero también estoy cabreada. Porque me he tenido que tragar la indignación durante años, he tenido que soportar inmoralidades como cumplir con las mismas obligaciones que el resto de españolitos y españolitas, pagar los mismos impuestos que ellxs, pasar por los mismos aros en cualquier otra materia legal impositiva de mi país y, sin embargo, ver que no se me permitían tener los mismos derechos.
A principios de este año hice uso al fin de ese derecho. Me casé, tras dieciséis años de relación con la que desde hace ya mucho tiempo llamo mi mujer (posesivo que me encanta usar para ir acostumbrando a oídos ajenos -y duros de ídem- que somos mujeres de otras mujeres). Y lo hice cuando quise. Me casé porque así lo decidimos, porque mi mujer y yo ya éramos soberanas en nuestra elección, porque podíamos disponer libremente si nos casábamos o si no lo hacíamos, y lo decidíamos nosotras, nadie iba a tomar esa decisión en nuestro lugar. Y no lo hice cuando se aprobó, ni lo he hecho en algún día de estos diez últimos años desde que tengo ese derecho, no porque alguien me lo prohibiera, ni porque me señalara con el dedo para colocarme a la cola del resto de mis conciudadanxs, ni porque creyera que yo no me merecía ese derecho. No. No lo hice porque, sencillamente, tenía el derecho a decidir hacerlo o no, y cuándo, y cómo, y por qué.
Y, sí, me alegro, claro que me alegro. Me alegro por lxs estadounidensxs, me alegro por lxs irlandesxs, me alegré por nosotrxs en su momento y me alegraré por todxs aquellxs que aún no disfrutan de plenos derechos cuando al fin los consigan.
Pero que se vayan enterando de que no tengo por qué ir dando las gracias por migajas que deberían ser pan. Un pan redondo, en barra o bocadillo, pero completo, entero. Ni mayor ni mejor que el que se le dé al resto de mis paisanxs, pero, por supuestísimo, nunca menor.
Y que soy, y siempre fui, tan legítima y digna ciudadana de este país, tanto antes como después de que fuese reparada tan vergonzante injusticia.