A veces, cuando me acuerdo de Katherine Heighl, me gusta imaginármela despertándose de noche, sobresaltada, acordándose del día en que Shonda Rhimes le echó una maldición y ella huyó del plató despavorida, sin despedirse de nadie. No es que me caiga mal, en absoluto, pero es un buen ejemplo de cómo la soberbia acaba con las carreras de las actrices en un abrir y cerrar de ojos. Ahora, Heighl tiene que pedir financiación vía crowdfunding para llevar a cabo proyectos como este Jenny’s Wedding al que le hace falta un poco más de sabor y toneladas de química.
Hay una frase de La casa azul que resumen muy bien esta película: “Es como la cerveza sin alcohol, no está mal pero requiere empeño”. Jenny’s Wedding nos cuenta la historia de la propia Jenny, protagonista absoluta de la cinta, que, harta de que sus padres le pregunten que cuando se va a casar… pues se casa, pero con su novia, esa chica de la que toda la familia pensaba que era solamente su compañera de piso. A partir de ahí, pues ya os podéis imaginar: disputas con los padres, decepciones, pues me caso sí o sí, pues nosotros no vamos a la boda, la madre que se descubre defendiendo a su hija y ahí entiende que tiene que estar con ella en su día, y final feliz bailando la conga.
Nosotras, y por nosotras hablo en nombre de todas esas chicas que nos hemos tragado todo lo que tenía un aire mínimamente croqueto, sabíamos desde el minuto cero el discurrir de la película. No puede ser más esterotípica, y aunque ese no es el peor de sus defectos, en ocasiones se hace aburrida y pesada. Pero eso se lo hubiéramos podido perdonar, como perdonamos a otras tantas cintas que incluyen una historia de amor entre chicas, si entre ellas hubiese habido algo más de acción, o incluso un poco más de química.
¡Una estrella fugaz! ¡Pide un deseo!
Pero nada de eso llega nunca. El nombre que va en grande en el cartel es el de Katherine Heighl, y ella se lleva la mayoría de minutos en pantalla, obviando completamente a su partenaire, una apocada y tímida Alexis Bledel. Puedo contar con los dedos de una mano las veces en que se tocan, en que interactúan físicamente, y no es que quiera una Vida de Adèle II, pero si son dos chicas que se van a casar, a lo mejor lo suyo es que mostraran más complicidad. La escena en que Jenny le pide matrimonio a su novia es, francamente, un despropósito. Yo he pedido matrimonio de coña a novias y no novias con más emoción.
Pero si la falta de química es un problema grave de la cinta, hay una cosa que creo que merece alabanzas, y es el tratamiento de la situación por parte de los padres. Para los padres de Jenny, que siempre han tenido muy, muy claro, en qué condiciones su preciosa hijita se iba a casar con el chico más guapo de la ciudad, y cómo ellos iban a tener el yerno perfecto, el que su hija sea lesbiana es poco menos que la caída del Imperio Romano. Todos los planes que habían podido imaginar durante los treinta años de vida de Jenny, en su mente, se vienen abajo. Y me gusta que esto se muestre en pantalla.
Cuando la madre de Jenny hace de la orientación sexual de su hija algo personal, cuando le dice que no es la misma que era, cuando le pide que no lo cuente por ahí, ni siquiera a la familia, y sobre todo cuando le dice que ella se va del vecindario, pero ella se queda y tiene que dar la cara frente a los vecinos, es un ejercicio de homofobia de manual. Pero la clave está en lo que dice el padre: “No conozco a nadie como tú”. Ahí está el problema básico de la homofobia, el desconocimiento. Y películas como esta, pese a sus defectos y su cervecismosinalcohol, ayudan a que todo eso cambie. Así que, pese a todo, Jenny’s wedding merece la pena. Podéis verla en VOD y pasar una tarde de domingo agradable.