La bailarina y coreógrafa Isadora Duncan nació en la ciudad californiana de San Francisco en 1877. Fue una mujer transgresora y valiente, que defendió su manera particular de ver la danza con pasión y ahínco y que recibió halagos y críticas de sus coetáneos. Por muchos considerada la madre de la danza moderna, Isadora Duncan fue una de esas mujeres difícilmente repetibles en la Historia. Pero si hay una frase que pueda resumir mejor su amor precoz por el baile y su fascinación por la mitología y cultura de la Antigua Grecia, la gran musa de su obra, es una de su puño y letra:
Si se me preguntara cuándo empecé a bailar, contestaría: En el seno de mi madre, probablemente por efecto de las ostras y del champán –el alimento de Afrodita.
Isadora no tuvo una infancia, ni una vida, fácil: su madre se divorció en 1880 y se mudó con sus cuatro hijos a una ciudad de las afueras de San Francisco. Sacó a su familia adelante impartiendo clases de piano, pero Isadora, con diez años, y su hermana Elizabeth pronto ayudaron a la economía familiar enseñando danza a niños de los alrededores. Después de trotar por diferentes estados y ciudades de su Norteamérica natal durante su adolescencia, Isadora convence a su madre y su hermana para dar el salto al Viejo Continente en 1899.
La joven bailarina ya llegaba a Europa con una madura manera de entender el arte de la danza, influenciada por la cultura griega y los movimientos fluidos del mar. Con 17 años había entrado en la compañía de Augustín Daly en Nueva York, pero sería en su primera estancia en Londres, en sus numerosas visitas al Museo Británico, cuando empieza a materializar su pasión por la Antigua Grecia en pasos de baile observando las vasijas y obras del museo. Isadora representó una revolucionaria visión de la danza en un época en la que la encosertada coreografía y puesta en escena del ballet clásico copaba los escenarios. Ella llevó la filosofía y el arte griego a sus pasos y movimientos: se enfundó en túnicas ligeras y puso su alma en coreografías que parecían más fluidas, menos rígidas, que enloquecieron y enojaron a críticos y público y que pronto la llevaron a recorrer, junto a su madre y su hermana, numerosas ciudades europeas y americanas para mostrar al mundo su arte.
Rodeada de la crème de la crème de su época, Isadora se había convertido en una mujer libre y moderna, bisexual, con unos ideales y estilo de vida muy alejados a lo que pudiera parecer políticamente correcto para una mujer en los albores del siglo XX. Llevaría la libertad que plasmaba en sus bailes también a su manera de entender la vida: contraria a la idea del matrimonio, tuvo dos hijos con dos grandes personalidades de la cultura sin comprometerse con ninguno de ellos. Y su bisexualidad la llevó a tener relaciones con otras mujeres del calibre de la poetisa estadounidense de ascendencia española Mercedes de Acosta o la escritora también norteamericana Natalie Berney.
La tragedia llegó a la vida de Isadora en 1913 cuando sus dos hijos murieron ahogados en las aguas del río Sena junto a su niñera. Después de varios intentos de abrir escuelas de danza en diferentes ciudades de Grecia, como en su amada Atenas, que acabaron en fracaso, en 1921 radica en Moscú por invitación del gobierno soviético, fascinado con su danza. Al año siguiente se casa con el poeta ruso Serguei Ensenin para que éste pueda acompañarla en una gira en América. Serguei se suicidada en 1925, añadiendo otra tragedia a la vida de Isadora.
A pesar de su fama y su éxito, al final de la vida de Isadora los problemas económicos llegaron a su puerta. La bailarina decidió escribir un libro autobiográfico, Mi vida, en un intento de ganar dinero. Fue publicado en 1927, pocos meses antes de su muerte, y serviría en 1968 para que el cineasta Karel Reisz crease su película Isadora. Como suele ocurrir con los grandes personajes de la historia, la muerte de Isadora Duncan está rodeada de misterio y logró acrecentar la notoriedad que tuvo en vida: con 50 años, falleció en la ciudad francesa de Niza, cuando el chal que llevaba en el cuello se enredó en una rueda del coche en el que viajaba. Isadora Duncan supuso un punto de inflexión en el mundo de la danza, y fue un icono de mujer libre, vital y sexualmente, que dejó un gran legado tanto en la cultura como en la liberación de la vida de las mujeres.