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Esa princesa Disney lesbiana sí puede volver gay a tus hijos (y me parece genial)

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En el año 2004, la onubense María Isabel, de sólo 9 años, se alzó ganadora del festival Eurojunior. Esto puede parecer un dato un tanto extraño, incluso baladí, para comenzar un post sobre este tema; pero para la “yo” de aquel momento, que ni siquiera contaba su edad en cifras dobles, fue un acontecimiento totalmente a destacar. Esta tal María Isabel era una niña como yo que era cantante: de lo cual extrapolé que cantante era una cosa que se podía ser. Una cosa que yo podía ser. Por fin tenía una respuesta a aquel acuciante “qué quieres ser de mayor” que mis compañeros de colegio fácilmente sorteaban contestando que “profesor” o “futbolista”, profesiones que a mí nunca me habían terminado de hacer tilín. Ensayé cantando y bailando a solas en mi habitación cuando creía que nadie me veía. No tardé mucho en darme cuenta de que el ritmo y la entonación no eran lo mío y aparqué la idea para destinar mi atención a cualquier otra materia. Pero durante unas dos semanas, fue real: esa era una cosa en la que me podía convertir.

La desilusión coincidió temporalmente, por fortuna, con la cadena Fox Kids comenzando a emitir una serie de dibujos animados nueva: las Totally Spies. Chicas superespías con pintalabios láser y espejos de maquillaje que hacían las veces de comunicador que me parecieron — y qué demonios, a día de hoy me siguen pareciendo — fascinantes. Así que allí estaba: mi futuro profesional acababa de ser encauzado de nuevo, y lo que yo iba a ser era espía.

Como la discreción es un factor fundamental de cualquier superespía, no se lo dije a nadie, pero practiqué mi sigilo escondiendo los paquetes de tabaco de mis padres cuando no miraban — cumplía una doble función: me sentía como mis heroínas de la tele y, además, mis padres no fumaban. en mi cabeza, privarles de un par de cigarros obliteraba cualquier posibilidad de que muriesen de cancer de pulmón, como los informativos amenazaban a veces — y en alguna ocasión concreta llegué hasta el punto de intentar mangar alguna chuchería en un supermercado. Naturalmente, las alarmas pitaron cuando me marché de allí, mis padres me regañaron un poco y decidí que aquel trabajo conllevaba demasiado riesgo como para ser lo mío.

Así que, nada. No podía ser cantante y no podía ser espía. pero sí que había una cosa que sabía hacer: escribir. Escribía relatos cortos para clase, escribía fanfics de mis personajes favoritos  — aunque yo todavía no sabía que se llamaban así— , escribía mis propias historias originales, también, y recibía los halagos de cualquier adulto que las leía, a pesar de que aquello no sucedía demasiado a menudo. Mi saga favorita de libros era Harry Potter y las letras “J.K. Rowling” sobre el lomo de mis (entonces tan sólo) cuatro tomos gorditos no habían significado nada para mí hasta que la serie se popularizó gracias a las adaptaciones cinematográficas y vi unas imágenes de la autora en la televisión.

Resultó que J.K. Rowling era una señora de la edad de mi madre que se ganaba la vida escribiendo libros. Otra revelación: escritora es una cosa que se puede ser. Quizás por ser menos descabellada, y más cercana a mis habilidades reales, esa idea no se marchó de mi cabeza tan fácilmente como las anteriores. Tanto fue así que, finalmente, sí terminé orientando mis estudios y mi carrera a la escritura.

(Quizás la culpa de que esté escribiendo este texto ahora mismo, en última instancia, es de J.K. Rowling, al fin y al cabo)

La revelación de que yo no era heterosexual se produjo de una forma similar a estas tres anécdotas que os cuento. Y, si me lo permitís, vamos a hacer fast forward unos cuantos años en este relato. Vamos a saltar de mi yo prepúber a mi yo adolescente, con quince años contaditos y una obsesión casi malsana con el grupo de chicos guapos alternativos de la época: My Chemical Romance. No es exagerar decir que prácticamente respiraba por ellos: la pared llena de pósters, infinitas horas de cola para acceder a sus conciertos y más camisetas con su logo de las que una persona sana podría llegar a vestir en su vida lo demostraban.

Todo el tiempo que no pasaba en el instituto lo pasaba en mi casa, intentando desentrañar el para mí casi ininteligible inglés que hablaban estos americanos en los vídeos de entrevistas que había colgados en YouTube. Un día, Internet colapsó porque uno de los integrantes, Frank Iero, guitarrista rítmico, había declarado en una entrevista que era bisexual y estaba orgulloso de ello.

A día de hoy no sé si las declaraciones serían reales, ni tampoco me importa: lo que me importa es que aquella fue la primera vez que escuché la palabra “bisexual” en un contexto de aceptación. Antes de eso ya sabía que el término existía, claro, y también sabía lo que significaba, pero tan sólo lo había escuchado como chascarrillo en series cómicas o como arma arrojadiza en programas del corazón y quizás alguna conversación entre adultos. Aquí venía, de nuevo, la epifanía: bisexual era una cosa que se podía ser. Sé de otras personas a las que esta revelación se la proporcionó David Bowie, o Billie Joe Armstrong, el de Green Day.

Ahora que lo miro con retrospectiva, no creo que este señor me volviese bisexual. Una vez he sabido interpretar mi identidad y mis sentimientos, me he dado cuenta de que las pruebas de que me atraían las personas de mi propio género han estado ahí desde mucho antes de que se produjeran estas hipotéticas declaraciones. Lo que sí que creo es que ver a la persona a la que más admiraba en el mundo, en un momento de mi vida en el que las cosas de las que era fan eran lo único que me importaban, hacer algo como afirmar que esta era su orientación sexual y que no se sentía avergonzado de ello en absoluto, me hizo infinitamente más sencillo comprender mi sexualidad y mi atracción hacia las personas sin pensar que la forma en la que me sentía estaba mal.

Creo que estaría mucho menos en paz conmigo misma y tendría muchísimos más problemas de autoestima y más complejos respecto a mi orientación sexual si Frank Iero no hubiese aparecido en mi adolescencia para decirme que está bien ser quien soy.

Y por eso me quema un poco por dentro cada vez que se sugiere la posibilidad de introducir un poco más de diversidad en las películas y series infantiles y padres, retrógrados y enterados varios se echan las manos en la cabeza como si la comunidad LGBT estuviese intentando lavarles el cerebro a sus hijos para que se conviertan al tan ranciamente llamado otro lado de la acera. Un buen día sucede algo como que los fans reclaman que Elsa de Frozen tenga un interés romántico femenino en la secuela de la película, o John Lasseter dice que espera poder introducir más diversidad en las próximas películas de Pixar, o la serie Steven Universe trata asuntos de género y sexualidad, y se genera una gran controversia llena de dramatismo y argumentos falaces, que se escudan en un miedo a las repercusiones que esa visibilización de que en el mundo existen personas que no son heterosexuales pueda generar.

Como si fuese malo. Como si causase más mal que bien.

Y ahora es cuando tengo que llegar y reconocer que he mentido un poquito en el título: que una princesa Disney lesbiana no puede volver a nadie gay porque no creo que nadie pueda volverse gay de ningún modo, en primer lugar.

Lo que sí que puede hacer una princesa Disney lesbiana o bisexual, o un héroe gay o trans, es ayudar a las nuevas generaciones a entenderse, aceptarse y quererse tal y como son, y por quienes son, al margen de si encajan o no encajan en la heteronorma que nos impone la sociedad.


Y quizás, si me esfuerzo, puedo entender que, llegadas a cierta edad, haya personas que tengan ciertos prejuicios hacia las orientaciones sexuales que para ellos son “diferentes”. Entiendo el rechazo que tantísimos años de condicionamiento social pueden causar, y entiendo que es algo difícil de cambiar. Pero no se me ocurre ningún motivo razonable por el que alguien querría condenar a los que vendrán detrás de ellos a vivir en una sociedad en la que puede ser que jamás se les acepte, y en la que siempre sientan que no hay sitio para ellos. Una sociedad en la que sus hijos, sus sobrinos, sus nietos, incluso sus hermanos, podrían no verse reflejados en ningún producto cultural ni en ningún aspecto de la vida, ni siquiera en aquellos que, en apariencia, están creados expresamente para divertirles y entretenerles.

(este texto, vomitado directamente desde lo más profundo de mi estómago a la pantalla del ordenador, surgió a raíz de algo que @feminoacid twitteó en algún momento del último año, de una conversación de madrugada de lo más inocente con @fu_ripley, y del calorcito en el corazón que me provocan todas las personas de mi entorno que, en algún momento de sus vidas, se han preocupado por entenderme y aceptarme tal como soy. a todos vosotros: os quiero muchísimo. )

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