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La tiranía del silencio, o cómo el lenguaje nos hace libres

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Hace días que callo. Hace días también que las palabras centrifugan en mi interior, como llevadas por el torbellino emocional que azota mi vida. Y la sensación de querer decir y no poder es asfixiante.

La incapacidad de decir es, en mi caso, autoimpuesta: como un tapón en la boca (qué imagen tan desagradable) o unas esposas en las manos. Escribo, que yo recuerde, desde los 9 años: poemas, un diario, cuentos, una novela ya con trece. Y si no escribo no soy yo. Las palabras me ordenan y me completan.

Pero no es mi intención disertar ahora sobre la manera en que el lenguaje moldea el pensamiento, sino hablaros de series. De series televisivas, sí, y en concreto de una distopía, basada en un libro de Margaret Atwood, que he visto recientemente: El cuento de la criada (The handmaid’s tale).

Porque en esta historia de ficción las mujeres tampoco hablan ni escriben.

Cubierta de la edición española, por la editorial Bruguera, de la novela El cuento de la criada

Las que hayáis visto la serie o hayáis leído el libro pensaréis que este es un resumen muy parcial o tergiversado del asunto de esta obra. En efecto, esta historia trata de una nueva organización social, constituida tras un golpe de estado, en la que la mujer queda reducida a su función primigenia y natural: la del hogar y, fundamentalmente, la de la procreación. Aún hay un criterio añadido que clasifica a las mujeres en dos grupos: el del poder económico. Así, las mujeres quedan limitadas al ámbito doméstico, sea como devotas esposas que se dedican exclusivamente a la casa y al marido (las casadas con hombres poderosos, las no fértiles), sea como esclavas sexuales (las fértiles y no poderosas) cuya única función es dar hijos a las parejas ricas que no pueden tenerlos de manera autónoma (cosa, al parecer, generalizada en esa humanidad de ficción).

La reducción de la mujer a objeto reproductor es brutal.

Ocurre aún hoy en día, en nuestra sociedad occidental, aquí, en nuestros barrios, pueblos y ciudades. Ocurre, aunque a otro nivel. Ocurre cuando recibes un trato distinto por no ser madre; cuando tu entorno parece señalarte, con condescendencia, al alcanzar esa edad límite en la que se hace difícil, si no has tenido hijos ya, que puedas tenerlos. Parece ese entorno (pienso ahora en vecindarios, en grandes familias, en pueblos como el de Vetusta) señalarte como el bicho raro que no ha disfrutado de la maravillosa experiencia de ser madre y que va a quedar marcado con esa falta o ausencia porque no ha cumplido con el rol social para el que su sexo está predeterminado. Eso no les pasa a los hombres, sin ir más lejos.

Sin embargo, lo que más me ha impactado de El cuento de la criada no es tanto esta cosificación reproductora como el hecho de que a las mujeres se les impide expresarse. Las criadas, entre sí y con sus “amos”, apenas intercambian unos cuantos comentarios meteorológicos ya predefinidos; unas cuantas fórmulas corteses que llevan bien aprendidas de memoria porque antes de estar listas para el “servicio” han sido adoctrinadas. También tienen prohibido leer: no hay ni siquiera revistas a las que aferrarse. Y ni tan solo las mujeres de la clase social poderosa, ni siquiera las que habían sido líderes de la revuelta intelectual que condujo al golpe de estado y al nuevo orden social; ni siquiera ellas tienen permitido escribir ni opinar, y toda opinión puede considerarse una extrapolación en sus funciones domésticas susceptible de ser sancionada.

Las mujeres de esta historia callan, no leen; su silencio obligado es la clave para anular su pensamiento. Así se educó también a las mujeres españolas durante el franquismo, y así se ha construido también una historia de la literatura, de la política, del periodismo en que las voces de las mujeres han sido silenciadas. Hace apenas unos días se celebró en León el II Congreso Capital del Columnismo, y en el cartel para promocionar el acto, entre los doce nombres de columnistas anunciados, no había ni uno solo de mujer. Y os aseguro que existen; y, si no, preguntadles a Barbijaputa o a Sònia Moll Gamboa, por poner dos nombres que pueden resultarnos familiares.

Primer cartel del II Congreso Capital de Columnismo: en el segundo cartel promocional se incluyeron, por fin, nombres de mujeres

Se preguntaba Mariano José de Larra si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee. Durante siglos, la mujer, centrada solo en las labores domésticas y en la reproducción y la crianza de los hijos, ni leyó ni escribió. Hasta que en el siglo xix, alfabetizada ya la población y con la aparición de la novela folletinesca, por fascículos, las mujeres pasaron a ser el grupo social que más vorazmente leía.

Por eso, ahora que todas leemos y que todas podemos escribir, no deberíamos pasar por alto estos silencios que, ya sea en la ficción, ya sea en congresos como el del columnismo de este octubre, anulan o infravaloran las palabras de las mujeres, quizá por influencia de los siglos de historia en que las únicas palabras consideradas relevantes han sido las pronunciadas por los hombres.

Al fin y al cabo, lenguaje y pensamiento van de la mano, y la única manera que tenemos las mujeres de dejar nuestra impronta intelectual sobre el mundo es plasmarla en palabras.

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