Hace siete años se estrenaba Orange is the New Black, la serie más vista de Netflix con cien millones y pico de hogares que han visto al menos un capítulo. Hace siete años todo era diferente. Todos éramos diferentes, pero, sobre todo, la televisión era un lugar muy distinto al que nos encontramos ahora.
Cuando aún no existían Alex Danvers ni Maggie Sawyer, o Waverly Earp y Nicole Haught, ni Sara Lance, ni Villanelle, ni muchas otras más mujeres LGBT que salen en tantas series que parece inabarcable, teníamos Orange is the new black. Quizás a día de hoy parezca que ha perdido fuelle y ya no está en boca de todos como un día sí estuvo, pero si el panorama televisivo se ha vuelto mucho más diverso es, en parte, gracias a que existió una serie como la de Jenji Kohan. En aquel momento fue rompedor que alguien apostara por una historia con más de una mujer LGBT, que contase con mujeres racializadas, mujeres con problemas mentales, mujeres de distintos ámbitos socioeconómicos y, además, ellas fueran el centro exclusivo y absoluto de la historia.
Orange is the new black empezó como la serie sobre Piper Chapman, pero ha sabido evolucionar. Dejó de poner el foco principalmente en sus moviditas y su bollodrama para convertirse en una serie coral. Un paso natural y que le sentó mucho, mucho mejor. Darle voz a personajes que o siempre han sido ignorados en la televisión o, en el mejor de los casos, han sido muy marginales, enriqueció la narrativa y convirtió la serie en un medio para denunciar las injusticias sociales y lo mal que funciona y lo ineficaz del sistema penitenciario de Estados Unidos.
La cárcel de Litchfield cierra sus puertas de manera definitiva y le digo adiós con una pena muy grande. Pocas series han conseguido mantener mi interés año tras año, haciéndome marcar en el calendario su regreso para poder darme el atracón veraniego de turno, porque pocas han sabido ofrecer todo lo que Orange is the new black ha ofrecido.
Esta última temporada ha sido dura. Más dramática de lo que nos tiene acostumbradas. Ha puesto el foco en la desoladora realidad de los campos de detención de inmigrantes y nos ha dado de bruces con la dura realidad a la que se enfrentan muchas de reclusas cuando vuelven a disfrutar de su libertad. Ha sido una llorera constante con cada capítulo, pero eso no quita que me haya parecido maravillosa y una forma perfecta de cerrar la serie. Ha sabido atar cabos y cerrar tramas, y aún con las despedidas más trágicas, el sabor de boca es bueno y el final, satisfactorio. Ojalá poder ir a casa de Jenji Kohan y todo el reparto para darles las gracias a cada una de ellas por este viaje. De verdad, GRACIAS.