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El Lyceum Club de Madrid: feminismo, té y amor entre mujeres en los años 20

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La escena podría parecer cotidiana: un grupo de señoras en el Madrid de los años 20 tomando el té. Pero, en lugar de cotilleos intrascendentes, discuten sobre literatura, política y derechos femeninos. Aquella no era una tertulia cualquiera, sino una reunión del Lyceum Club Femenino de Madrid, el primer club cultural para mujeres en España fundado en 1926. En sus salones, ubicados en la calle de las Siete Chimeneas, se fraguó una pequeña revolución social liderada por mujeres intelectuales dispuestas a adelantar el reloj de España en materia de igualdad.

El Lyceum Club Femenino madrileño abrió sus puertas oficialmente el 4 de noviembre de 1926, inspirado por clubes similares de Londres. La iniciativa partió de un grupo de españolas cosmopolitas que, tras viajar al extranjero, soñaban con crear en Madrid un lugar donde compartir ideas, fomentar la cultura y luchar por los derechos de las mujeres. Su primera presidenta fue la pedagoga María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas, quien junto a otras fundadoras como la artista Victorina Durán, la escritora María Lejárraga o la periodista Isabel Oyarzábal logró convertir aquel sueño en realidad.

Desde el principio, el Lyceum se concibió como un hogar intelectual para las llamadas mujeres modernas de la época. Profesionales, artistas y académicas de mente abierta que buscaban una habitación propia fuera del control masculino. No era un club elitista por gusto, pero en la práctica predominó una élite cultural de clase media-alta, ya que se exigía a las socias tener estudios superiores, haber destacado en alguna rama artística o colaborar en obras sociales. Aun así, su mera existencia resultaba exótica en la conservadora sociedad española de los años 20. Como señaló irónicamente Carmen Baroja, la idea de un club de señoras en Madrid sonaba extraña entonces, y surgió en buena medida tras conocer los clubes femeninos ingleses donde aquello era habitual. El Lyceum madrileño rompió moldes al ser una organización laica, apolítica en teoría y gestionada enteramente por y para mujeres. Algo inédito hasta entonces en España.

Lejos de ser un espacio de ocio frívolo, el Lyceum Club se volcó en la actividad cultural y la reivindicación social. Tenía secciones de literatura, música, bellas artes, ciencias. Por sus salones pasaron a dar conferencias algunos de los intelectuales más célebres del momento, desde Miguel de Unamuno hasta Federico García Lorca. La propia agenda de charlas la nutrían también las socias, presentando sus investigaciones o creaciones. Imaginemos a la poeta Concha Méndez leyendo sus versos vanguardistas, o a la pintora Maruja Mallo exhibiendo sus últimas obras surrealistas ante un público femenino entusiasta. Aquellas reuniones con té y pastas eran la cuna de debates sobre educación, arte, ciencia o política.

Maruja Mallo

Además de nutrir el espíritu, el Lyceum luchó por mejorar la sociedad. Allí nacieron importantes campañas feministas como la del sufragio femenino, que la socia Clara Campoamor lograría hacer realidad en 1931, o la batalla para derogar el artículo 438 del Código Penal, que prácticamente exoneraba a los maridos que mataran a sus esposas en defensa de su honor. También promovieron iniciativas solidarias como la Casa del Niño, una guardería gratuita para apoyar a las madres trabajadoras. En pocas palabras, el Lyceum se convirtió en un semillero de conciencia femenina colectiva, donde las socias tomaban conciencia de que muchos de sus problemas no eran individuales sino fruto de la situación social de la mujer.

Por supuesto, la osadía de estas mujeres adelantadas a su tiempo no fue del agrado de todos. Los sectores más conservadores las miraban con suspicacia y ridículo. Algunos periódicos las caricaturizaban como marimachas o solteronas, y más de un intelectual se negó a colaborar con ellas. El dramaturgo Jacinto Benavente, por ejemplo, rehusó dar una charla arguyendo con sorna que no podía dar una conferencia a tontas y a locas (y no es una expresión, es lo que pensaba él). En la prensa derechista llegaron a motejar al Lyceum como el club de las maridas, un apelativo que insinuaba que aquellas señoras querían hacer las veces de maridos. Pero lejos de achantarse, las lyceístas llevaban estas críticas casi como una medalla. Estaban decididas a luchar porque les tocaba hacerlo, respondiendo con hechos a los insultos.

El Lyceum madrileño congregó a buena parte de las mujeres más brillantes de la Edad de Plata de la cultura española. Algunas de las más destacadas fueron:

María de Maeztu, pedagoga incansable y gran impulsora del Lyceum, también estuvo al frente de la Residencia de Señoritas, desde donde defendió con uñas y dientes la educación de las mujeres. Clara Campoamor, abogada y política, encontró en el Lyceum una plataforma perfecta para dar voz a su lucha por el sufragio femenino, que acabaría conquistando en 1931. Victoria Kent, también abogada y pionera como directora de prisiones durante la Segunda República, fue vicepresidenta del club y, aunque con discreción, compartió su vida en el exilio con la estadounidense Louise Crane. Zenobia Camprubí, escritora, traductora y pareja de Juan Ramón Jiménez, ejerció de secretaria del Lyceum y fue clave para dinamizar su vida cultural. Carmen Baroja, escritora y hermana del novelista Pío Baroja, estuvo al frente de la sección de Artes y dejó valiosas memorias sobre el ambiente del club. Y por último, Elena Fortún, la célebre autora de Celia, que participó activamente en el Lyceum y cuyas obras, especialmente su novela póstuma Oculto sendero, revelan una identidad queer que durante años permaneció en la sombra.

Y muchas más: Concha Méndez, Margarita Manso, Ernestina de Champourcín, Matilde Huici, Carmen de Burgos. Todas aportaron su grano de arena para hacer del Lyceum una referencia del pensamiento feminista.

Es inevitable preguntarse si aquel entorno también favoreció el encuentro entre mujeres lesbianas y bisexuales. La homosexualidad femenina era tabú, pero entre artistas e intelectuales comenzaba a asomar cierta tolerancia. Aunque el Lyceum no se declaraba como un espacio queer, lo cierto es que algunas de sus socias vivieron relaciones con otras mujeres.

Victorina Durán

Victorina Durán, pintora y escenógrafa, fue una de las fundadoras del club y vivió abiertamente su lesbianismo en los círculos artísticos madrileños. En sus memorias dejó constancia de ese ambiente en el que algunas mujeres vivieron su sexualidad de forma oculta, pero no por ello menos intensa. Gracias a ella sabemos que existían tertulias privadas, cenas en casas de confianza, pequeños círculos donde el amor sáfico encontraba su rincón. También Elena Fortún, Carmen Conde o Lucía Sánchez Saornil forman parte de esa constelación de mujeres que amaron a otras mujeres mientras intentaban abrirse camino en un mundo que no estaba preparado para aceptarlas. Aunque muchas debieron vivir en la sombra, su legado persiste.

Con la Guerra Civil, el Lyceum cerró sus puertas. Muchas de sus socias se exiliaron, otras guardaron silencio para sobrevivir. El franquismo confiscó su sede y la entregó a la Sección Femenina. Durante décadas, el recuerdo del Lyceum quedó relegado al olvido. Las mujeres que se atrevieron a soñar fueron borradas, y más aún aquellas que se salían de la norma sexual o de género.

Solo recientemente estamos recuperando esas historias. Hoy, una placa en una fachada de Madrid nos recuerda que allí, en los años 20 y 30, hubo un lugar donde las mujeres pensaban, debatían, creaban. Y, quizá también, se enamoraban.

El Lyceum Club de Madrid fue más que un club. Fue una declaración. Un espacio donde la cultura, el feminismo y la posibilidad de vivir de otra manera, incluso de amar de otra manera, se entrelazaban con elegancia y con ganas de cambiar el mundo. Y aunque el régimen quiso borrarlo, sigue latiendo entre nosotras. Porque la historia de las mujeres también es nuestra historia. Y porque en cada taza de té compartida entre amigas cómplices hay un poco de ese espíritu rebelde que ellas nos dejaron.

Vía: El País, Pikara, El Diario

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