
Hoy respiramos un poco más tranquilas. El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha decidido no reabrir el caso que pretendía cuestionar el matrimonio igualitario. Diez años después de la histórica sentencia Obergefell v. Hodges, que convirtió en ley el derecho a casarse para todas las parejas, el intento de revertirlo ha quedado en nada. Una pequeña gran victoria en un panorama donde los derechos nunca están del todo a salvo.
El nombre de Kim Davis vuelve a sonar como un eco del pasado. Aquella funcionaria de Kentucky que en 2015 se negó a firmar licencias de matrimonio a parejas del mismo género, alegando que su fe no se lo permitía. Desde entonces ha hecho del victimismo religioso una bandera, y su batalla legal parecía no tener fin. Su último movimiento, pedir al Supremo que revisara Obergefell, era un golpe directo a la igualdad. Pero el tribunal ni siquiera ha querido escucharlo. Y eso, sinceramente, parece una pequeña victoria en un momento en el que parece que perdemos a diario.
El alivio es real, pero no ingenuo. Sabemos que las conquistas pueden retroceder, que un cambio de jueces o de clima político puede reabrir heridas que dábamos por cerradas. Sin embargo, cada vez que una decisión como esta reafirma lo conseguido, se renueva también la sensación de pertenencia. Que nadie tenga que esconder quien es ni pedir permiso al gobierno de turno para casarse sigue siendo un motivo para celebrar. POrque, recordemos, casarse no es un papel ni una fiesta, es algo más.
Más allá de los titulares judiciales, lo que hay detrás es pura vida cotidiana: familias que pueden firmar papeles, heredar, decidir en hospitales, criar hijos sin miedo. Todo eso que suena burocrático, pero que en realidad es amor hecho derecho. Por eso hoy no solo celebramos una sentencia, sino la persistencia de una idea simple y radical: tener los mismos derechos sea quien sea tu pareja legal no debería ser una idea revolucionaria, la verdad.
Vía: CNN

