Como una ya tiene una edad, a veces puedo echar la vista atrás y acordarme de cosas que pasaron hace bastantes años, e irremediablemente la referencia suele ser el instituto. Yo tenía un profesor de filosofía con unas clases muy dinámicas, y una de las grandes discusiones que teníamos año tras año era aquello de que el lenguaje moldea la idea, y no al revés. Él defendía que sin palabra no hay concepto, y que el lenguaje preciso era importante, porque según dices las cosas de un modo u otro, significan una cosa u otra.
Por aquel entonces, recuerdo leer un artículo de Manolo Martínez, cantante de Astrud, que enlazaba con uno de los lemas más pronunciados por los detractores de la ley de matrimonio igualitario que se estaba debatiendo entonces en España. En el texto, Manolo venía a decir que el “pero que no lo llamen matrimonio” no hacía sino tratarnos de idiotas a todos aquellos que defendíamos que la unión entre dos personas del mismo género tenía que llamarse matrimonio, porque rebajaba el nivel de debate hasta una cuestión semántica. Como si no supiéramos ni siquiera lo que pedíamos, al estar pidiendo pidiendo un imposible. Porque una rosa es una rosa, la idea que tenemos de una rosa, y por tanto un matrimonio no podía sino ser la idea que todo el mundo tenía de matrimonio.
El asunto, a nosotras, nos parecía sencillo: si lo que implicaba era exactamente igual que las uniones entre un hombre y una mujer, no tenía sentido alguno ponerle un nombre diferente.
Por eso, cuando trece años después sigo viendo a personajes públicos, cabeceras de periódicos, y gente en general, hacer mención a “matrimonios homosexuales”, “matrimonio gay”, y demás sustantivos seguidos de adjetivos que no vienen a cuento, yo sigo preguntándome si esto no es un absurdo, una necesidad de diferenciación que no alberga sino un hecho intrínsecamente perverso en el fondo: que si, que os podéis casar, pero que en realidad no es lo mismo. Porque si fuera lo mismo no tendríamos que distinguir.
Cuando mis amigas se refieren a su esposos, no dicen “mi marido heterosexual”, del mismo modo que, si están casadas con una mujer, no la llaman “mi mujer lesbiana”. Es absurdo. Pero, tal y como decía mi profesor de filosofía, si el lenguaje modela el concepto, lo que se consigue poniéndole apellido a la unión es, obviamente, marcar una distancia. Una validez.
Hay una frase muy famosa de Liz Feldman que dice “It’s very dear to me, the issue of gay marriage. Or as I like to call it: marriage. You know, because I had lunch this afternoon, not “gay lunch”. I parked my car; I didn’t “gay park” it.“, o traducido de manera libre, “me es muy cercano el tema del matrimonio gay, o como me gusta llamarlo, matrimonio. Ya sabes, porque hoy comí, no hice una “comida gay”. Aparqué mi coche, no lo “aparqué de manera gay”. No podría haberlo expresado de manera más clara.
No creo que esto sea una cuestión de etiquetas, del eterno debate sobre si las etiquetas nos definen o nos constriñen, nos ayudan a empoderarnos o nos limitan en nuestra vida. Esto no es, creo, una manera de restarle importancia, del mismo modo que algunos piensan que ser LGBT o no serlo no tiene la más mínima relevancia (que sí que la tiene, todavía). Es, justamente, todo lo contrario: la diferenciación, en este caso, no viene por nuestra parte, sino por la otra, la que nos sigue viendo como algo ajeno, desigual, dispar, porque es algo inferior a lo habitual.