A veces tengo la impresión, cuando en algunos medios de comunicación me encuentro con los conceptos de “feminismo” o “nuevas masculinidades”, de que solo somos unos pocos los que nos movemos en ese círculo tan estrecho; de que, si saliéramos ahí fuera (como Mulder y Scully), la verdad sería muy distinta.
Hace un par de fines de semana me atreví a salir ahí fuera, es decir, a socializar con amigos que a priori encajan en los cánones sociales del patriarcado, y me topé con dos realidades de índole opuesta.
Primero llegó el jarrón de agua fría cuando una amiga me dijo que quería encontrar a su “príncipe azul”. Quizá penséis que soy una exagerada, que lo que en el fondo ella quería expresar era que ansía encontrar a un hombre cariñoso, que la valore y que respete sus deseos e intereses. Y seguro que pretendía decir eso. Pero yo me quedé con las ganas de replicarle que los príncipes azules no existen, que debe ser ella quien se salve a sí misma, que ella ha demostrado una fuerza y entereza que pocas personas, sean del sexo que sean, podrían tener. Y me podríais decir: ¿por qué callaste? Mi excusa es que nos quedaba apenas un minuto para despedirnos antes de que yo me bajara del tren y en ese lapso de tiempo no me veía capaz de abordar el tema. Sin embargo, en mi conciencia se remueve inquieta la sensación de que, aun disponiendo de más tiempo, quizá tampoco habría hablado porque no me habría visto capaz de conseguir que fuera ella la que se bajara del tren de los hombres salvadores, poderosos, que nos protegen a la vez que —irremediablemente— nos limitan.
Por suerte, y admito que para mi sorpresa, al día siguiente fui testigo de la existencia de futuras mujeres “distintas”, de esas que no quieren ser princesas y que renuevan mi esperanza de que algún día podremos quitarnos los corsés del género que tanto nos aprietan. Las hijas de una amiga, menores de seis años, jugaban con cochecitos y a dar brincos, a subirse a la moto o al caballito e incluso recuerdo que, en otra ocasión, una de ellas blandía una espada. Mientras, el hijo de otra amiga se ponía una diadema (que también las había) y, aunque me pareció percibir alguna mirada incómoda, nadie se opuso a que se vistiera de esa forma (excepto la benjamina, claro, que echó a llorar para recuperar su diadema).
Reconozco que yo siempre he sido más de salvar que de ser salvada; pero, si me tuviera que salvar alguien, quiero que lo haga una princesa azul. Si aún no podemos acabar con el concepto medieval y feudal de hombre galante, caballeroso y protector, desterremos como mínimo la idea también medieval de la mujer como un ser bello y frágil que necesita protección.
Las mujeres también somos fuertes, psicológica y físicamente, también podemos erigirnos en salvadoras… y en líderes. Tal vez todo pase por el gesto aparentemente inocuo pero decisivo y francamente difícil de, ya desde la más tierna infancia, dejar elegir: permitir que niños y niñas tengan juguetes de todo tipo, permitir que escojan otros colores más allá del azul y el rosa. Esa es la primera piedra (que deben poner padres, marcas comerciales, agencias publicitarias) para construir el castillo republicano en que, por fin, vivamos felices y comamos perdices y destronemos a los príncipes y princesas de cualquier color.