Toda croqueta que se precie, al leer el título de este artículo, habrá pensado en nuestra querida Xena, la princesa guerrera. ¡Cuántas alegrías nos dio y cuántas más, por lo que parece, nos va a dar con la llegada de la nueva serie que, además, promete sacar de los abismos del subtexto la relación entre Xena y Gabrielle!
Pero, manque me pese, en realidad la columna de hoy está dedicada a la festividad de Sant Jordi, o San Jorge, que se celebró el pasado sábado 23 de abril a la vez que el Día del Libro. Como sabéis, todo empezó con un “había una vez”… Un dragón se dispuso a atacar un pueblo, porque es lo que hacen los dragones. La familia real, a fin de mantener al dragón a raya, decidió entregarle cada día a un vecino para que saciara su apetito y dejara al resto de la población tranquila, y la entrega del vecino se realizaba por un sorteo democrático en el que también entraban los miembros de la familia real, porque no estaban aforados y daban ejemplo a sus súbditos, que es lo que hacen las familias reales. Así que, por supuesto, llegó el día en que le tocó a la princesa servir de merienda al dragón, porque eso es lo que hacen las princesas; y, acto seguido, apareció un caballero, San Jorge, para salvarla, porque los caballeros salvan a las princesas, y al resto de los vecinos, que les den. El caso es que el dragón acabó lanceado y de su sangre brotó una rosa roja y, claro, San Jorge o Jordi o George tomó esa rosa y se la ofreció a la princesa. Y por eso, desde entonces, en algunas comunidades y muy especialmente en Cataluña el hombre le regala a la mujer una rosa roja, símbolo de la pasión, acompañada para más señas de una espiga de trigo, símbolo de fertilidad; tradición que, al parecer, está documentada ya desde hace varios siglos.
Muy convenientemente, como ya he dicho, el 23 de abril también se conmemora el Día Internacional del Libro. Así, allí donde la festividad de Sant Jordi está más arraigada, esta fecha se ha convertido en un “día de los enamorados” en el que la tradición manda que las mujeres reciban rosas y los hombres, libros. Esto me recuerda mucho a aquellas ropitas infantiles azules y rosas con los mensajes respectivos de “inteligente como papá” y “bonita como mamá”. Me recuerda mucho, en general, al clásico reparto patriarcal de roles entre hombre y mujer, según el cual ellos se quedan con la inteligencia y ellas con la belleza.
Hoy en día, obviamente, la tradición ha sufrido algunas modificaciones y el 23 de abril muchas mujeres reciben no solo rosas sino también libros, pese a que aún persistan en la cultura popular bromas del tipo “si es rubia, es tonta” o “una mujer guapa no pinta nada en una biblioteca”, como le oí insinuar hace poco a un adolescente.
Pero yo no me conformo con eso. Está bien que la mujer haya logrado salir de la parcela exclusiva de la belleza para entrar también en la de la lectura (no nos congratulemos demasiado por ello, no obstante, ya que tras el encumbramiento de la mujer como persona lectora hay intereses económicos, como tras casi todo). Lo que yo reclamo aquí es que la mujer entre también en la parcela del libro: primero como escritora, por supuesto. A simple vista, cualquier persona que paseara por las Ramblas de Barcelona y sus alrededores cotilleando la multitud de paradas de libros podría observar que el número de los escritos por mujeres era claramente inferior al de los libros escritos por hombres. Pero, más allá de eso, tras lo que seguro que hay intereses también económicos (¿los hombres tienen mejor reputación —porque son más inteligentes, más profesionales— y por eso venden más y por eso se los publica más?), me gustaría que las mujeres entraran dentro de los libros: que se conviertan, al fin, en personajes fuertes, en mujeres valientes, en princesas con armadura que cambien definitivamente la historia que nos llevan vendiendo desde hace más de mil años y que rompan, por fin, la lanza del caballero y salven ellas solas a su pueblo sin derramar sangre y luego dejen la corona y se vayan a una granja para cultivar, si quieren, su propio rosal. Y que Xena, chakram en mano, les guiñe un ojo con admiración.