“Tiorras” y “feas”: así son las diputadas independentistas, sean catalanas o vascas, según un periodista del ABC.
Os pongo en antecedentes, aunque no hace falta: en el largo proceso por formar un gobierno en Cataluña han surgido voces felices o crispadas a uno u otro lado; pero si se pretende atacar o ridiculizar a un partido político o a una ideología y no se sabe con qué medios hacerlo, se ataca a la mujer, y concretamente a su imagen.
Eso es lo que hizo Antonio Burgos en su artículo del ABC, y eso es lo que hicieron usuarios de Twitter anónimos o más o menos relevantes dentro de la esfera pública que, indignados, solo supieron insultar a las diputadas de la CUP por su físico y su sexualidad: “feas”, “gordas”, “viejas”, “putas”…
Podríamos confundirnos pensando que la clave aquí está en la “imagen”, en que nuestro mundo está demasiado dominado por el esteticismo, las apariencias o como queramos llamarlo. Así explicaríamos también la controversia surgida hace unos días a causa del estilismo poco “adecuado” de algunos nuevos diputados del congreso.
Pero no nos engañemos: la raíz de esos insultos no son prejuicios estéticos ni su objetivo es criticar una imagen determinada; la raíz es el machismo y su objetivo es someter a la mujer, como objeto (no pensante) bello y modelado según unos determinados cánones heteronormativos de lo que debe ser la “feminidad”.
Supongo que todas recordáis esa foto en plena campaña electoral del torso de Inés Arrimadas con la cara de fondo de Albert Rivera. Imagino que estaréis enteradas también de cómo recientemente, en otro diario, se recogían en pies de foto las declaraciones de algunos políticos hombres, mientras que las de la (única) política mujer eran sustituidas por comentarios sobre su atuendo. Y no hace falta acudir a la prensa para encontrar muestras de lo mismo. En el día a día he oído, incluso a mujeres, descalificar a alguna figura pública femenina simplemente por su aspecto, mientras que de los hombres se ignora en general si son feos o van mal peinados.
Todo esto no es más que la punta del iceberg del machismo imperante en nuestra sociedad, que exige que la mujer respete unas normas de feminidad (sin incumplirlas ni por escasez ni por exceso) antes de tener sus ideas en cuenta. Y, aun así, aun cumpliendo esas normas, sus ideas serán puestas en tela de juicio antes que las de un hombre.
Recuerdo que una alumna de 17 años me preguntó, hace dos cursos, si el feminismo era un concepto antónimo del machismo (es decir, si promulgaba la supremacía de la mujer y no la supremacía del hombre) o si, por el contrario, defendía la igualdad de todas las personas independientemente de su sexo. Le contesté que era lo segundo y entonces ella, inmediatamente, se declaró feminista. Esa alumna me recordó a mí misma, aproximadamente a su edad, cuando tuve la misma duda que ella, aunque yo no llegué a declararme nada y aunque el feminismo tenga muchos más matices que los de esa tosca definición.
Pues bien, hoy me corrijo: el feminismo sí puede considerarse el antónimo (¿el antídoto?) del machismo, en el sentido de que es la respuesta, la reacción, a esa actitud agresiva que somete a la mujer.
Y también hoy, por fin, me declaro feminista.