En la fauna LGTB, entre osos, butch y musculocas está el homófobo gay. Desconozco si ha sido bautizado con algún nombre gracioso, pero debería.
Su dieta se basa en bilis y argumentos fácilmente rebatibles, habita entre comentarios de blogs, foros y canales de youtube de temática LGTB, y su criptonita es un o una homosexual feliz. Su miedo irracional a esta especie cada vez más visible le hace blandir crucifijos al grito de “vade retro”, no vaya a ser que se le meta en el cuerpo tanto mariconeo.
Esta gente debe tener un sistema de alertas para los contenidos LGTB en Internet más sofisticado que el que tiene el más homosexual de los homosexuales. Están al tanto de todo lo que se cuece en el mundillo, se leen las noticias de Pe a Pa, revisan las fotos con detenimiento, buscando símbolos satánicos en las venas marcadas de los falos de los actores porno gay, como quien busca referencias sexuales en las películas de Disney. Y les gusta. Pero odian que les guste. Se odian a sí mismos y odian a aquellos que les gustan lo que él odia que le guste.
Un homófobo de estos un viernes por la noche
Han sido criados en una sociedad heteropatriarcal (donde todo está enfocado a la crianza de personas heterosexuales). Esto no es excusa. TODOS hemos sido criados en la misma sociedad heteropatriarcal. Quizá el homófobo gay se haya educado en un entorno más autoritario.
La atracción por personas de su mismo sexo choca con su sistema de valores lo que le genera miedo, rechazo y, finalmente, odio. Los más homófobos, esos que se apuntan a plataformas ultracatólicas que piden la retirada de un anuncio de unos grandes almacenes por contener una familia formada por un padre y otro padre (¡ey, ya hablo como un medio de comunicación subvencionado!), los más homófobos, decía, son los más reprimidos, esos que, de haber nacido en un ambiente más abierto, desfilarían con el torso desnudo el Día del Orgullo Gay. Como dos caras de la misma moneda a la que a ellos siempre les sale la Cruz.
Y, sí, serían muy felices.