Cuenta la mitología clásica que Artemisa, hermana gemela de Apolo, fue una de las diosas más veneradas por los griegos. Y no debe extrañarnos, porque su eterna juventud conquistaba y su arco amenazaba con fuerza.
Artemisa destacó por encima de sus hermanos desde que nació. Una de las anécdotas de su concepción es la ayuda que prestó en el parto de su hermano. ¡Tres segundos de vida y ya era matrona! A los tres añitos, la diosa sintió un deseo que solo Zeus, su abuelo, podía concederle: quería ser cazadora. ¿Por qué no iba a darle a su nieta el capricho?
Provista de un arco y flechas de plata (las de tronco de árbol estaban ya pasadas de moda), se declaró protectora de las Amazonas, guerreras y cazadoras. Su bandera era la virginidad y su meta, liberar a las mujeres del yugo del hombre (ojito con la diosa). El mayor enemigo de Artemisa recogido en los mitos fue el gigante cazador Orión. Parece ser que Orión raptó a una de sus compañeras y a la joven Artemisa le sentó fatal, no solo porque estaba ansiosa por la visita de su amiga, sino porque todos conocían su belleza y eso de que se la llevara no le gustó nada.
Artemisa luchó contra todos aquellos que no respetaban a las mujeres del reino: Opis, Calidón, Acteón. Si te tocaban un pelo sin su permiso, si intentaban sobrepasarse o si lo hacían con alguna de sus “hijas del Océano”, ya podían implorar. La mitología la convirtió en la inspiración de lo valiente y la protección.
Tiempo después, con el eco de las leyendas, los antiguos dijeron que Artemisa se convirtió en la Luna. Siempre alerta, siempre protectora, saldría para vigilar que todo quedaba en orden con la caída del sol, arrastrado por Helios. ¿Seguirá Artemisa ahí arriba mirándonos con gesto de guerrera?