Si eres lectora de novela lésbica, muy seguro te sonará el nombre de Valerie Col. La escritora ha publicado dos libros (En fuera de juego, 2014 y Diez relatos, 2015) y algunos relatos sueltos (La tempestad, editado en Amazon; Sin más, incluido en Cada día me gustas más; Tourmalet, incluido en Tócame). Hoy comienza su nuevo libro, del que irá publicando sus respectivas partes tanto en esta, su casa, como en Wattpad.
De momento no tiene título, porque eso quedará en manos de las lectoras, que lo elegirán al término de la publicación. Tanto la autora como nosotras esperamos que disfrutéis la lectura.
El sonido del capó cerrándose retumbó en los oídos de Lucía sin remedio: ya no había vuelta atrás. Claro que podría haberle suplicado a su padre , como una niña pequeña y consentida, que no la llevara, que ella no quería estudiar en esa universidad, que ella prefería ir a la misma que iban a asistir todas sus amigas. Pero estaba convencida de que hubiese dado lo mismo. La tradición es la tradición, y tú irás a la misma Universidad que fueron tus hermanos, que fui yo y que fue tu abuelo. No había mucho más que hacer, excepto resignarse, cruzarse de brazos, y esperar que las cuatro horas de viaje se hicieran lo más llevaderas posible.
No era que su padre fuese un ogro, al contrario, pero la tradición era una razón poderosa para hacer las cosas en su familia. Desde hacía más de cien años la empresa que llevaba su apellido había pasado de padres a hijos, y seguía en marcha, con más vigor que nunca. Simplemente, si siempre había funcionado bien de ese modo, ¿por qué cambiar las cosas? Bastante había hecho Lucía al conseguir matricularse en Filología Hispánica, la carrera que siempre quiso hacer, en vez de en Administración y dirección de empresas, como era deseo de sus padres. Era lo máximo que iba a conseguir, estaba segura. Así que más le valía callarse y bajar la cabeza, porque no iba a haber más concesiones.
El viaje transcurrió como esperaba, mucho silencio y pocas paradas. Parecía como si su padre quisiera desprenderse lo más rápido posible de ella, de la hija rebelde que se había atrevido a llevarle la contraria. Cuando llegaron al campus Lucía pensó que, prácticamente, la iba a abandonar con las maletas en la acera, frente a su residencia. Pero no, claro que no. Tenía que dejarse notar: Él no era cualquiera, él era Julián Echegui, y así se lo hizo saber a la recepcionista, que llamó de inmediato al director.
—Don Julián, qué placer tenerle por aquí.—El apretón de manos fue efusivo—. Me alegro mucho de volver a verle.
—Muy buenos días, Salvador. Le presento a mi hija, Lucía. Espero que esté a la altura del colegio.
—Seguro que sí: Es una Echegui.
—Para cualquier cosa, tiene mi número de teléfono. No dude en llamarme si ocurriera un imprevisto.
Por la mirada que le echó, pareciera como si su padres estuviese seguro de que habría un imprevisto. Francamente, Lucía estaba decepcionada: Era la pequeña de cinco hermanos, todos chicos, y había crecido en un ambiente absolutamente controlado, en el que le exigían lo mismo que a ellos. Aunque le costara más. Aunque no le correspondiera. Y, por otra parte, sus cuatro hermanos mayores ejercían en ella el efecto contrario: la protegían como si les fuese la vida en ello.
Se había pasado toda su infancia y adolescencia entre excursiones familiares a la montaña, partidos de fútbol y con los amigos de sus hermanos entrando y saliendo de casa. A ninguno se le ocurrió jamás ni mirarla, a las hermanas de los amigos no se las trata así, y mucho menos había podido ir a una fiesta sin que cualquiera de los ocho ojos fraternales estuviesen controlando que la bebida fuese coca-cola, que no hablara más de la cuenta con ningún chico, que no volviera más tarde de las diez.
Por eso, Lucía entendía la preocupación. Mientras todas sus amigas hacían locuras, ella ni siquiera había tenido la oportunidad de soltarse un poco la melena. Y era allí, en la universidad, donde esperaba que se le abriese el mundo. Exactamente igual que había visto en las películas, ella quería emborracharse en la fiesta de bienvenida, llegar tarde a clase un lunes por estar en la cama con un chico cualquiera que hubiese conocido en clase de fonética, y, sobre todo, no sentirse mal por ello. Como si fuese un cyborg, la habían programado para no hacer que estuviese fuera de lugar, solamente porque eso estaba mal. Y ya iba siendo hora de que eso cambiara. Una voz la sacó de sus pensamientos.
—Tu habitación es la 812. Octavo piso, a la izquierda, según sales del ascensor. No tiene pérdida, ya verás.
—Gracias—se volvió para despedirse de su padre—Dile a mamá que estaré bien.
Su padre le dio un beso y un pequeño abrazo, quizá más afectuoso de lo que Lucía esperaba.
—Hazme el favor de comportarte—. Su padre, en su línea.
Subió por el ascensor, llevando a duras penas la maleta, la mochila y el bolso, giró a la izquierda, como le habían dicho, y ahí estaba, con una pegatina medio arrancada en la puerta, la habitación 812.
Así que esta va a ser mi casa durante los próximos cuatro años. Vamos a ver qué tal. Introdujo la llave en la cerradura, y cuando abrió la puerta y vio el panorama, no pudo evitar pensar que había celdas de prisiones más amplias y más luminosas.
Un escritorio de madera, enorme, se situaba debajo de la ventana. A su lado, una cama más propia de un cuartel, con un colchón milimétrico y un somier que tenía pinta de ser nada cómodo, y una estantería sobre ella. Completaba la estampa un armarito ridículo, en el que Lucía estaba segura que no cabía toda su ropa. Ni de coña. ¿Y qué voy a hacer?
Un pensamiento cruzó su mente durante un segundo. Yo aquí no puedo vivir… me vuelvo a casa. Pero, inmediatamente, su orgullo pudo más. Si mis hermanos lo pudieron hacer, yo también. Desde luego, lo que no iba a hacer era volver al hogar familiar con las orejas gachas, porque eso supondría un fracaso que no iba, no estaba dispuesta, a aceptar. Sacó un radiocasete de la maleta y comenzó, al ritmo de la música, a deshacer el equipaje. Tenía mucho que hacer , y era mejor que empezara cuanto antes.