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Tocaste la puerta de una casa llena de gente. Saludaste a quien te regaló su atención. Yo, absorta y leyendo mi nuevo regalo no te presté ni un ápice de interés.
Sabía de ti mucho más de lo que tú pensabas, aunque en ese instante yo no era consciente de quien era aquella intrusa que acababa de entrar a mi casa. Te integraste o eso me pareció ya que enseguida escuché las conversaciones interminables entre el gentío que ocupaba mi salón comedor.
Aunque claro, yo seguía concentrada en mi lectura, mi nueva e interesante lectura y para mí todo eso no era más que barullo, un barullo de fondo que ni me molestaba ni me interesaba. Y a pesar de sentir una carga sobre mí, supongo que la mirada de alguien, no me molesté en levantar ni un segundo la cabeza de mi libro.
Lo siento, era mi esperado regalo y tenía unas ganas inmensas de leerlo. Puedo jurarte que me arrepiento de no haberme percatado de quien eras antes para así poder haber escapado de aquella sala en tiempo récor. Porque claro, cuando mi madre consiguió llamar mi atención, o parte de ella teniendo en cuenta que antes de mirarla acabé la línea que ponía punto y final a aquel capítulo tan interesante de la novela que sostenía en mis manos; levanté la cabeza para mirarla con cara de cansancio y espetando un seco ‘dime’ a lo que ella me respondió que saludara a la recién llegada.
En ese preciso instante busqué con la mirada a la invitada, cuando te hube encontrado abrí los ojos como platos. ¿En serio tenías que ser tú? ¿De verdad que tan desgraciada era? ¿Cómo la conociste? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo para merecer esto? Tú, en mi casa… ¿No tenía suficiente con el calvario de cada día que encima tenía que aguantarte como “la nueva amiga de mi querida hermana”? Créeme cuando te digo que en ese instante deseé seguir perdida en las hojas de mi libro.
Ódiame por lo que hice si quieres, pero a mi parecer un escueto ‘hola’ fue suficiente y por supuesto el subirme a mi habitación seguidamente, de verdad, era completamente necesario.
***
A la mañana siguiente me planté en la puerta de tu casa, después de todo tenías que ayudarme (o eso creían mis padres) con el interminable bachillerato. Para eso te pagaban.
Toqué la madera y apareciste ante mí con unas ojeras que te llegaban por los talones, pero no te miento cuando te digo que no te hacían perder ni una pizca de tu belleza.
Me sonreíste y te devolví la sonrisa. ¿Así que ahora te dedicas a salir de fiesta con mi hermana?, me aventuré a preguntarte y un aparente rojo se apoderó de tus mejillas. Afirmaste y me invitaste a pasar.
Según tú no tenías ni idea de quien era aquella muchacha con la que ahora tenías una gran amistad, y me pareció paradójico ya que te había hablado mil veces de ella, de su aspecto físico y de su nombre.
Lo siento, pero tengo que decirte que tus ojos te delataron al instante, tú sí que sabías quien era desde un principio. ¿Pero por qué lo hiciste? ¿Por qué ese empeño en mantener una amistad con la hermana de una de tus “alumnas”? porque eso era yo ¿No? Tu alumna, o algo así claro. Simplemente me ayudabas con los temas escolares, supongo.
Definitivamente no comprendía la razón de todo aquello, pero esa tarde me limité a lo de siempre, a mirarte mientras de tus labios salían las explicaciones de todo lo que mi cabeza no conseguía (o no quería) entender. Porque, aunque parezca tonto, ahí seguía yo: comprendiéndolo todo a la perfección desde un principio, perdiendo mis tardes y haciendo a mis padres gastar dinero. Por el simple hecho de pasar una hora cada vez que yo (mentira) lo necesitara.
***
Ocho meses después de aquello y exactamente dos años tras empezar las particulares contigo me llegó una carta. No te voy a mentir, me sorprendí, nunca antes había llegado una carta de puño y letra para mí.
¿Cómo lo habías hecho? ¿Cómo te habías dado cuenta de que aquella persona de la que te hablaba cada tarde eras tú misma? ¿De verdad que esta estúpida adolescente era tan legible? No pude creer lo que estaba leyendo ¿No sería esta otra broma de mi hermana? ¿verdad? No, ella no era tan cruel.
Que forma tan inteligente de hacérmela llegar, sabías perfectamente que quería aquel libro así que solo tuviste que meterla dentro y regalármelo.
Mis manos seguían temblando cuando terminé de leer.
“Lo siento, ya no puedo aguantar más el café de tus ojos tristes cada día rogándome en silencio, ni la brisa fresca que me regalas con cada tímida sonrisa que tras dos años sigues manteniendo. No comprendo como yo puedo provocar todo eso en ti.
Siento todos los daños que te he causado y entendería que no quisieras saber más de mí, porque todo este tiempo he intentado negar lo innegable.
He intentado negar que siento lo mismo que tú.”
La volví a leer una y otra vez hasta que supe lo que tenía que hacer: cargué mi mochila, necesitaba una excusa para salir y esa era la más creíble, corrí hacia tu casa.
Toqué dos veces y segundos después pude ver las lágrimas en tus ojos, como tú en los míos.
Caí rendida en tus brazos sollozando aún en tu pecho mientras mojabas mi pelo con las gotas de lluvia que salían de tus ojos.
Tanto dolor, tanto tiempo soñando con esto que simplemente no podía creerlo.
Era una sensación reconfortante, como cuando de niña mi padre me protegía entre sus brazos y mi madre besaba mi cabeza. Estaba llorando sobre la persona con la que quería compartir el resto de mi vida, pero lo más bonito es que ella sentía lo mismo.
– Inevitable sentir.