Cuando entré en la sala para ver Yo, Tonya, Tonya Harding era una total y absoluta desconocida para mí. Cuando terminó, salí con una mezcla de fascinación por ella, tristeza y enfado.
Para poneros en antecedentes a las que no hayáis todavía ido a verla, Tonya Harding fue una patinadora sobre hielo olímpica y la primera mujer en conseguir un triple axel en una competición internacional, pero que no consiguió tener la carrera deportiva que su talento merecía. Nunca llegó a encajar en la imagen de chica perfecta que los jueces querían ver en una patinadora sobre hielo y no dudaron penalizarla siempre que tuvieron oportunidad. Como guinda del pastel, se vio envuelta (aunque nunca se consiguió probar si tuvo o no participación de alguna clase), en un ataque a su patinadora rival, Nancy Kerrigan, a quién un hombre vinculado con su exmarido y un amigo de éste, le golpeó la rodilla justo antes de una competición que terminó ganando Tonya.
La chica tenía una personalidad difícil. Eso no se puede negar. Pero dejando a un lado que tuviera o no algo que ver con el incidente, Tonya Harding fue muy víctima de sus circunstancias. Víctima del clasismo y víctima del patriarcado. Maltratada primero por su madre, después por su marido, para terminar siendo destrozada por la prensa y la opinión pública.
No era guapa, no era femenina, no tenía la gracia ni el cuerpo delicado de las otras chicas. Su otro pecado, además, era ser de la clase más baja posible y sin recursos económicos y encima aparentarlo. Su situación doméstica tampoco era la ideal. Pasó de vivir en una casa donde su madre la maltrataba, a hacerlo con un marido que hacía lo mismo, sobre el que terminó pesando una orden de alejamiento que de poco sirvió, y con quién mantuvo una relación tremendamente tóxica y abusiva. Celoso de la atención y el reconocimiento de Tonya, sabía donde más le dolía, el patinaje, y fue ahí donde golpeó. Esto afectó a su rendimiento en más de una ocasión, pero tanto si la ejecución era buena como si no, los jueces dejaron bien claro que tenían el ojo puesto en la técnica y en las apariencias, dentro y fuera de la pista. Harding no cumplía con el ideal de mujer que querían que representase al patinaje sobre hielo femenino y eso le pasó factura.
Tampoco ayudó en absoluto a su causa el circo mediático que se formó posteriormente al incidente con Nancy Kerrigan. La opinión pública se cebó con Harding, la convirtió en un chiste y en la mala de la película porque rivalidad femenina, que ya se sabe que es que muy mala y que podemos llegar a ser muy chungas entre nosotras. La segunda, en cambio, se ganó el cariño y la compasión de la gente por ser la víctima. Tonya no podía ser ninguna víctima en esta historia, no tenía pinta de eso, sólo que sí lo era. Era otra víctima más.
Y así lo muestra la película, sublime, y con una Margot Robbie en estado de gracia, está llena de matices que nos permiten conocer los puntos de vistas de todos los involucrados en el incidente, pero que deja una cosa clara, y es que estamos ante la historia de una mujer, otra más entre tantas, injustamente tratada por el mero hecho de serlo.