Estados Unidos, una de las naciones más poderosas del planeta, sufrió ayer el peor atentado de su historia reciente, después del 11 de septiembre de 2001. Un ciudadano estadounidense, de origen afgano, mató a cincuenta personas en un club gay de Orlando, Florida. El objetivo no fue escogido al azar, ni los actos algo repentino y sin algo detrás. El asesino, además de otras cosas, era homófobo, y descargó su odio contra los homosexuales de la manera más horrible posible.
La homofobia no surge de un día para otro. La homofobia no aflora porque veas a dos hombres besándose y no te guste. La homofobia es algo que se va destilando desde la niñez, cuando te enseñan que eso está mal, que si eres chica te tienen que gustar los chicos, y que lo demás es asqueroso. Se va impregnando después, en la adolescencia, cuando reírse de alguien en clase es algo normal. Crece con el discurso de algunos líderes, religiosos o no, con el todos los gays van al infierno, la homosexualidad no es natural, que se casen pero que no lo llamen matrimonio, y otras consignas que seguro os serán familiares. Y finalmente, asociado a otros factores más, resulta en algo que nos está matando.
Porque la homofobia mata, nos está matando. El horrible suceso de ayer es más visible porque cincuenta personas, cincuenta, murieron de golpe. Pero los crímenes por odio son un constante, un goteo, algo que está ahí y que tenemos la obligación de parar como sea. No hay más que echar un vistazo a las redes sociales para ver cómo la masacre de Orlando despierta simpatías porque va dirigida hacia la comunidad LGBT.
El atentado de ayer nos ha intentado robar la sensación de seguridad, ese sentimiento que todos los miembros de la comunidad LGBT tenemos al entrar en un bar de ambiente, sabedores de que estamos entre amigos y que ahí podemos ser nosotros mismos —recuerda la primera vez que entraste en uno y sabrás de lo que hablo—. Eso no pasará, y volveremos a ellos con más ganas que nunca. Pero lo que no nos pueden arrebatar es nuestra conciencia de grupo, nuestras ganas de seguir luchando, y nuestra capacidad de recuperarnos de cada golpe recibido.
Somos una comunidad maltratada, y a la vez una comunidad que no se rinde ante nada. Cuantas más hostias recibimos, con más color salimos a la calle. Cuanto más nos desprecian, más gritamos. Y cuanto más intentan acabar con nosotros y que tengamos más miedo, con más ganas celebramos el Orgullo.